28.5.17

Psychologie Larmoyante: Glen Slater, por ejemplo. Sobre el fracaso de la psicología para afrontar el mundo moderno

Por Wolfgang Giegerich, 2010.

Psychologie Larmoyante: Glen Slater, For Example. On Psychology's Failure to Face the Modern World”, artículo publicado en The Soul Always Thinks, volumen IV de sus artículos reunidos en inglés, capítulo 19, pp. 501-530, Spring Journal Books 2010.

Traducción de Joan Martínez, Alejandro Chavarria y Alejandro Bica.
Con enorme gratitud a Wolfgang Giegerich por permitir la publicación de la traducción en este blog.


En su interesante artículo “Adormecido” (1), Glen Slater recoge un número sorprendente de observaciones significativas sobre cambios fundamentales en la sociedad que han tenido lugar recientemente en la cultura occidental en general y que podrían subsumirse todos ellos bajo la única idea de un “adormecimiento general de la psique”. “El sentido de la psique como psique se está volviendo inconsciente”. Algunos de los fenómenos que discute incluyen los siguientes aspectos que simplemente indicaré mencionando unos pocos conceptos clave:

    · A menudo los síntomas no se perciben más como síntomas: “no se han conquistado, se han asimilado —mezclado con la normalidad”. “La capacidad de percibir realmente lo que está mal se está erosionando con gran rapidez”.

    · “La presentación al estilo hollywoodiense de las psicopatologías, el omnipresente parloteo psicológico y la aculturación de los mecanismos de defensa...”.

    · “Los niveles epidémicos de depresión y de ansiedad no se leen como llamadas a una exploración interior ni como indicadores de estilos de vida indisciplinados o como un comentario sobre los contornos sin alma del mundo en general”.

    · “La disociación está hoy presente como una forma cada vez más extendida de gestionar las emociones y las percepciones incompatibles”.

    · El rápido crecimiento del entretenimiento online de “Second Life” muestra que “Cuando la vida real es desagradable, una vida alternativa está a sólo un clic de distancia”.

    · Una pérdida general del cuerpo, la emoción y el eros.

    · El uso generalizado de drogas psicotrópicas para crear estados de felicidad artificial.

    · “La información que aparece en Google con su amplio abanico de enlaces y de material asociado se encuentra en gran medida disociada de su autor, linaje, lugar y género”.

La descripción que hace Slater de estos fenómenos y la visión de conjunto que se desprende de esta recopilación y discusión, la visión de un importante desarrollo en completa oposición a la situación con la que los psicólogos de principios del siglo XX se enfrentaban, son acertadas. Su conclusión sobre el efecto de estos fenómenos es que “La psicología propiamente dicha deja de existir”. Lo que quiere decir se vuelve claro si consideramos que al principio de su artículo había expresado de forma muy clara el contraste entre la dirección que este nuevo desarrollo está tomando, por un lado, y cuál era el papel que la psicopatología y la neurosis solían tener durante lo que podríamos llamar los buenos tiempos de la psicología profunda, por otro lado, diciendo acerca de la neurosis que: “Habiendo una vez aparecido para conducirnos a un nuevo ámbito de conocimiento psíquico, ese heraldo de vidas complejas y creativas al que llamamos 'neurosis' parece ahora haber regresado a la clandestinidad”. Los nuevos procesos que describe Slater no sólo parecen deshacer todo el trabajo de la psicología del siglo XX y el de los psicólogos, sino también el trabajo de la propia psique que durante ese siglo, como observa Slater, creó las neurosis precisamente como nuestro psicopompo, nuestro guía hacia un nuevo ámbito de conocimiento psíquico y posiblemente, incluso, hacia unas vidas creativas.

No tengo ninguna dificultad con el “caso” que presenta Slater ni con su opinión de que sea patológico. Pero, sin embargo, sí que tengo dificultades con su postura en general.

La postura psicoterapéutica ante los motivos de consulta

Si el material que despliega ante nosotros es el de la patología general de la cultura de principios del siglo XXI (o un aspecto de ella), entonces lo que Slater nos ofrece es algo parecido al “motivo de consulta” de la sociedad como un paciente transpersonal. Para un psicólogo o psicoterapeuta, enfrentarse con el motivo de consulta de un paciente no es nada extraño, y el hecho de que este motivo sea sobre cosas completamente patológicas y equivocadas, tristes y posiblemente destructivas, a veces horribles, no es nada impactante para él, sino más bien su pan de cada día. De hecho, ¿qué otra cosa podría esperar cuando se encuentra con un nuevo paciente? Aquello que lo capacita en primer lugar para ser un terapeuta es precisamente el hecho de que todo este material patológico no le inquieta. Más bien, es capaz de tomárselo con calma, de afrontarlo de lleno, de mantenerse en su sitio ante él y —lo más importante— de verlo, alquímicamente hablando, como la materia prima con la que hay que trabajar. La primera tarea del terapeuta es la de convertirse en la vasija firme e imperturbable que contenga la patología del paciente.

Jung escribió una vez en una carta: “Como psicólogo médico no simplemente asumo, sino que estoy plenamente convencido de que nil humanum a me alienum esse es incluso mi deber” (2). Una idea crucial. Me parece, sin embargo, que es pedir demasiado que “nada humano me sea ajeno”. Creo que siempre es posible enfrentarse con cambios totalmente inesperados en los acontecimientos, con las profundidades insondables de la psique humana y con atrocidades humanas para las que uno no estaba preparado y no imaginaba ser posibles. Así que me gustaría reformular un poco la afirmación de Jung: Sí, es mi deber como psicólogo, incluso en aquellos casos en los que en un primer momento me sienta profundamente perturbado por el contenido del “motivo de consulta”, al menos intentar adquirir lo antes posible para mí mismo esa actitud mental hacia la patología perturbadora que Jung expresó con su cita en latín. Es mi deber porque es el sine qua non para cualquier trabajo terapéutico con este paciente. Mi paciente tiene todo el derecho a esperar de mí una compostura genuinamente firme frente a los aspectos horribles de su historia. Gelassenheit: debo ser capaz de permitir honestamente que su historia sea tal como es, sin desear que desaparezca o que sea de otro modo. Podríamos incluso decir que debo, de alguna manera, abrazarla o albergarla dentro de mí. A pesar de su apariencia posiblemente horrible e inhumana, y esto significa que a pesar del hecho de que para mí como el yo empírico (la persona humana-demasiado-humana y el ciudadano ordinario) que soy, pueda, en efecto, ser profundamente inquietante o incluso aterradora —sin embargo, como terapeuta, como “el vicarius animae en la tierra” (el representante de la perspectiva del alma en la vida real), debo aceptarla como algo que no me es ajeno y, de este modo, con una conciencia metódica, darle su propio lugar dentro de la esfera de lo que es humanum y de lo que está lleno de alma. Cada nueva patología es para mí un desafío y una invitación para conquistar para mí mismo una vez más la perspectiva del alma superando en mí al “ego”, el punto de vista habitual de cada día o del hombre-de-la-calle, y de este modo también mi miedo o disgusto por lo anormal.

La condena moral en lugar de una explicación psicológica

Para Slater, sin embargo, el motivo de consulta es solamente un motivo de lamentación. Todo su artículo se reduce a un melodrama sobre cuán malos son los nuevos acontecimientos que observa. ¡El mundo va a peor! ¡Qué terrible! Estamos conmovidos hasta las lágrimas. La historia de su “paciente” asusta por completo a Slater. El contenido de sus observaciones (“un adormecimiento general de la psique”) lo deja adormecido y aturdido por la aversión. Como una inocente y joven enfermera en prácticas que debe presenciar su primera operación, Slater se desmaya ante la vista del motivo de consulta. No se mantiene en su sitio ante los fenómenos, sino que permite dejarse llevar por miedos totalmente apocalípticos. Lo que sucede ante sus ojos equivale al fin del mundo de la psicología (“la psicología propiamente dicha deja de existir”) y, de este modo, probablemente también al fin del alma como tal: un Ragnarök psicológico, el ocaso del alma.

Pero su valoración de que “la psicología propiamente dicha deja de existir” es, en realidad, solamente una profecía auto-cumplida. Describe simplemente lo que está sucediendo en su propio artículo. Slater hace un informe adecuado de los hechos, pero aquello que uno tiene el derecho a esperar de un artículo psicológico tras este informe, es decir, un análisis psicológico en profundidad de los hechos, está ausente. Sencillamente no empieza a trabajar en la psicología del asunto. Se omite aquello que haría de su artículo un artículo psicológico. Es como si un estudiante de literatura creyera que ya es suficiente con volver a narrar la historia de una novela sin discutirla, o como si un historiador de arte describiera una pintura sin hacer ningún intento por interpretarla, o como si un psicoterapeuta enviara a casa a su paciente después de haber escuchado su historia. Sí, la psicología propiamente dicha deja de existir —pero sólo porque no se ha hecho ningún esfuerzo para empezar con ella. La psicología no es el servicio de la comida, sino su digestión, la digestión de este plato particular que tengo delante de mí. Putrefactio, fermentatio, distillatio, sublimatio...

La psicología no es una realidad existente de forma abstracta que pueda, debido a unas circunstancias adversas, dejar de existir. No, del mismo modo que la música necesita ser tocada para existir, es decir, para llegar a la existencia, y del mismo modo que solamente dura mientras se toca, es necesario hacer psicología si es que tiene que existir. La psicología tiene que ser hecha. Y su hacerse es siempre una producción en el momento y en el lugar concretos, cada vez de nuevo y desde cero, cada vez un movimiento desde la percepción común cotidiana hasta llegar a la perspectiva del alma (continuamente en mayores grados de profundidad de esta perspectiva). Y debe hacerse de tal modo que esta producción no sea tanto una obra nuestra, sino más bien el trabajo del material a mano a ser comprendido psicológicamente. No somos nosotros los que hacemos el motivo de consulta psicológico, él nos hace psicológicos a nosotros, siempre y cuando que, por supuesto, nos dediquemos a él con verdadera devoción (3). Él (o este sueño o cualquier otra cosa que sea nuestra materia prima aquí y ahora) es el verdadero agente, nuestro psicopompo, nuestro maestro. Y es el único elemento o catalizador mediante el cual y la circunferencia dentro de la cual podemos ir pasando gradualmente del nivel del pensamiento cotidiano hasta el nivel de una conciencia psicológica. La psicología no se presenta in abstracto ni de una vez por todas. No es, como las ciencias se imaginan a sí mismas, la lenta construcción de un edificio a través de muchas manos, ni una herramienta ya lista para su uso que simplemente se haya de aplicar cada vez de nuevo. La psicología es siempre la unidad de producir la herramienta y trabajar con la herramienta, de una forma tan contradictoria que el trabajar con la herramienta es en sí mismo el acto de producirla por primera vez. L'appétit vient en mangeant.

En lugar de una digestión psicológica de aquello que se nos presenta, todo lo que encontramos en el artículo de Slater es una especie de “criticismo cultural”, un rechazo o una condena de lo que observa, dicho de otro modo, algo que podría haber sido escrito perfectamente por un periodista o un sociólogo. Jung mencionó una vez el chiste de una persona que volvía a casa después de una ceremonia religiosa y que cuando se le preguntó acerca de lo que el sacerdote había estado predicando, él dijo que “sobre el pecado”. Y cuando se le preguntó después “bien, ¿y qué dijo sobre ello?”, su respuesta fue que “estaba en su contra”. Éste es exactamente el espíritu con el que Slater aborda el motivo de consulta de su “paciente”: está en su contra. En la medida en que cree que su artículo es una contribución a la psicología, ha sucumbido a la falacia de la (tal como yo la llamo) damnatio explanandi, la condena de aquello que realmente debería ser “explicado” —cocinado alquímicamente, interpretado psicológicamente, entendido, escarbado en busca de conocimiento. La condena moral toma el lugar de la discusión psicológica, los sentimientos negativos toman el lugar de la comprensión. Todo el pensamiento y el esfuerzo está orientado hacia unas medidas defensivas.

La lucha contra los nuevos profetas en nombre de los viejos profetas

Antes de comentar estas medidas defensivas, me gustaría volver a la afirmación que ya cité más arriba. “Habiendo una vez aparecido para conducirnos a un nuevo ámbito de conocimiento psíquico, ese heraldo de vidas complejas y creativas al que llamamos 'neurosis' parece ahora haber regresado a la clandestinidad”. Sí, hace mucho tiempo, a finales del siglo XIX y principios del XX, fue la neurosis clásica la que fue el heraldo de la nueva psicología profunda que estaba surgiendo. Pero ¿por qué fue capaz la neurosis clásica, en primer lugar, de “conducirnos a un nuevo ámbito de conocimiento psíquico”? Sólo porque aquellos que estaban llamados a ser los primeros psicólogos se negaron a abordarla bajo la condena habitual, propia del hombre-de-la-calle, de la neurosis como algo patológico, anormal o desagradable, y a hacer amonestaciones llenas de sentido común racionalista del tipo “cálmate y recobra la compostura”. Por el contrario, la aceptaron como un heraldo, como su guía hacia un nuevo conocimiento. Para ellos, la patología neurótica era algo interesante, incluso fascinante. Estaban movidos por una curiosidad intelectual imperiosa por morar con ella y consagrarse a ella en lugar de querer regresar inmediatamente a la normalidad. Querían resolver el enigma que les planteaba, penetrar en la propia profundidad de la patología. En ningún momento negaron o escondieron que fuese algo patológico, enfermo o equivocado. Y, por supuesto, no la aprobaban. Pero querían escarbar en el “síntoma”, ese fenómeno enfermo, en busca de conocimiento, de la misma forma en que los alquimistas recurrieron al estiércol para intentar producir oro y se volvieron a lo que se encontraba in via ejectum para aprender a ver precisamente en ello el lapis philosophorum.

El paso del estiércol al oro que se da en el objeto, o de aquello que ha sido desechado como vilis y perverso al lapis, es en el sujeto paralelo al paso que mencioné más arriba, el paso de la perspectiva común cotidiana (“el ego”) al punto de vista del alma. De hecho, puede que no sean de ningún modo dos pasos, sino uno y el mismo paso visto desde dos lados distintos.

Sabemos por las historias del Viejo Testamento cómo una y otra vez un nuevo profeta era condenado por sus contemporáneos precisamente en nombre de los profetas de tiempos pasados, profetas que, irónicamente, habían sido también condenados durante su vida por sus propios contemporáneos. La prevención de algo (supuestamente) en nombre de ese mismo algo. Supuestamente, porque una profecía que ocurrió tiempo atrás en el pasado ya no es más una profecía para nosotros. Una profecía es solamente aquello que se supone que pasará si es la predicción sobre un futuro todavía por nacer, o una verdad interior desconocida, de éste nuestro propio presente. Del mismo modo, un antiguo heraldo de algo que mientras tanto ha llegado a ser anticuado ya no es más un heraldo.

La misma lógica que he mostrado con esta breve referencia al destino de los profetas la vemos repetida en un contexto totalmente distinto en Slater. Las viejas neurosis de antaño que habían sido condenadas por el pensamiento imperante de su época son para él los líderes sagrados hacia nuevos reinos de conocimiento, los verdaderos y siempre honorables profetas del pasado. Pero la patología de nuestro tiempo es un falso profeta a expulsar o, mejor dicho, no es un profeta ni un heraldo de ningún tipo, sino simplemente un error, una aberración fundamental de aquello que los viejos profetas nos trajeron; no es un guía hacia nuevos reinos de conocimiento, sino un asesino de todo posible conocimiento, de hecho, de la psicología propiamente dicha.

El paradigma del huésped que se presenta

En claro contraste con este desprecio y rechazo de un nuevo acontecimiento indudablemente “patológico”, todavía encontramos en un Jung ya mayor la misma curiosidad intelectual que distinguió a los primeros pioneros de la verdadera investigación psicológica, una curiosidad sobre lo que otro nuevo acontecimiento verdaderamente “patológico” que Jung describió podría traer y contener:

“No tenemos más principios dominantes, están en el futuro. Nuestros valores están cambiando, todo pierde su certeza, incluso la sanctissima causalitas ha descendido del trono del axioma y se ha convertido en un mero campo de probabilidad. ¿Quién es el imponente huésped que llama a nuestra puerta portentosamente? El miedo le precede, mostrando que los valores supremos ya fluyen hacia él. Los valores en los que hasta ahora creíamos decaen en consecuencia y nuestra única certeza es que el nuevo mundo será algo diferente a lo que estábamos acostumbrados”. (4)

No hay un “Mirar hacia Atrás”. Sí, hay pérdidas muy lamentables, hay decadencia, y esto equivale a una situación verdaderamente terrible también para Jung. Sin embargo, él no quiere aferrarse a “lo que estábamos acostumbrados”. No se pone de parte de los viejos profetas. A juzgar por el tono de esta cita, así como por lo que sabemos sobre su actitud en general a partir de otros textos, podríamos asumir que, en cuanto a sus sentimientos personales se refiere, las formas tradicionales de una “vida simbólica” habrían sido mucho más de su agrado. Pero Jung sabía que lo que a él le gustaba, y si a él le gustaba o no lo que sentía que se estaba presentando, era psicológicamente irrelevante (5). Sabía que tenía que diferenciarse de sus necesidades y sentimientos subjetivos para estar abierto a la psique objetiva. Y así lo vemos aquí orientado implacablemente hacia un futuro desconocido, de la misma manera como en sus primeros tiempos había abordado la neurosis con una perspectiva finalista en lugar de con una perspectiva reductivo-causal. Ve la “patología” visible como los golpes que ya pueden oírse en nuestra puerta de un huésped desconocido y como el heraldo ya presente de un “nuevo mundo” todavía inimaginable. El “ego” solamente ve la superficie, la pérdida casi insoportable y la decadencia “patológica”, pero el vicarius animae en Jung ya siente al huésped que anuncia su futura llegada a través de esta misma patología como su heraldo.

Dicho de otro modo, a pesar del sacrificio que supuso para él con respecto a sus necesidades subjetivas ideológico-emocionales y sus preciados valores, Jung mostró respeto por lo que se estaba presentando. Respetó la dignidad de alma en la conmoción vislumbrada por él. Más que eso. Al hablar del “huésped”, muestra que hay en él una actitud hospitalaria hacia él. De hecho, al decir “huésped”, Jung ya le ha dejado entrar lógicamente, aunque todavía se encuentre literalmente delante de nuestra puerta. Lo que se está presentando no es visto como un enemigo, algo sin sentido, profundamente extraño o sin ninguna relación con nosotros. Aunque sea todavía desconocido, sin embargo está a priori conectado con nosotros. Hay un vínculo intrínseco entre lo que se está presentando y nosotros. Nos pertenece. Tiene derecho a presentarse. Es muy posible que al escoger la palabra “huésped”, Jung tuviera vagamente en el fondo de su mente, a modo de protección y advertencia, el pasaje bíblico “Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron” (Juan 1:11). La llegada del huésped significa el advenimiento de nuestra (nueva) Verdad (6).

(El término “huésped” no es, por supuesto, una forma metafórica para referirse al nuevo mundo en sí mismo con todos sus aspectos positivo-fácticos individuales (7). Esta imagen se refiere más bien al alma de y en la nueva realidad, hablando alquímicamente, al espíritu Mercurio en ella, dicho de otro modo, a su lógica interna o sintaxis).

El sentimiento como un puente al alma

La noción del huésped que se presenta no es un concepto científico abstracto, sino que expresa la percepción de una relación que resuena con unos valores éticos profundos y muy antiguos, de hecho unos valores religiosos (sólo hay que pensar en el Zeus Xenios como el dios de la hospitalidad, pero también en el citado pasaje de Juan 1:11). El uso que hace Jung de este término muestra que fue capaz de sentir en un sentido psicológico y objetivo (sentir lo real que veía, o sentir en lo real), y que hizo uso de su potencial para sentir. El sentimiento en un sentido psicológico es una función racional (Jung), un “juicio de gusto” (Kant) y, por consiguiente, no debe confundirse con los sentimientos que nosotros tenemos, con nuestras emociones, con el sentimentalismo, con nuestros gustos o aversiones subjetivos, todo lo cual son meramente acontecimientos psíquicos y no psicológicos. Sin sentimiento, no se puede percibir el alma. El sentimiento en este sentido es lo que tiene el poder de conectar la conciencia moderna con el alma-en-lo-real a través de la brecha de nuestra alienación fundamental de ella. La capacidad de sentir es el puente a través de la diferencia psicológica, el puente también a través y más allá de nuestros sentimientos subjetivos positivos o negativos, de manera que podamos llegar a estar abiertos al corazón de lo que es (8). No es el sueño lo que constituye la via regia al alma, porque el material de los sueños es sólo un hecho o un acontecimiento psíquico y per se todavía no es psicológico. Los textos oníricos pueden ser vistos muy desalmadamente. Psicológicamente, los sueños como tal no merecen ningún privilegio. No, la via regia al alma y el sine qua non de una percepción psicológica de las cosas (de hacer alma cuando nos encontramos delante de un texto onírico dado, una patología, un símbolo o una situación) es el sentimiento como un “juicio de gusto”. En el caso del presente pasaje sobre “el huésped que se presenta”, fue su poder para sentir lo que capacitó a Jung para percibir el alma y nuestro propio Otro en esos acontecimientos en cuestión, incluso a pesar de su aversión personal hacia ellos.

¿Por qué el sentimiento tiene la capacidad de obrar el milagro de permitir que se perciba o se intuya el lapis en lo que, después de todo, aparece en exilis (indecoroso) y como profundamente vilis (vil), si no repugnante y con forma patológica? ¿El milagro en éste, nuestro lado, el lado psíquico, de abrir nuestros ojos a lo psicológico, a la vida del alma, a la verdad interior contenida en lo que está allí, ahí afuera, por ejemplo, a lo que hay en un desarrollo particular de nuestra civilización, o en un texto onírico determinado, y que está escondido bajo su forma externa, abstracta, positivo-fáctica, quizá incluso carente de sentido? ¿Por qué es el sentimiento capaz de abrir un primer acceso para la conciencia empírica hacia lo que ipso facto, y sólo ipso facto, se convierte en una materia prima, esto es, en el material con el que el pensamiento psicológico puede luego empezar a trabajar, empezar a interiorizar absoluto-negativamente dentro de sí mismo?

La razón por la que el sentimiento tiene el poder de ser la llave que abre la puerta al alma es que el sentimiento, el tipo de sentimiento del que he estado hablando, es ese modo en el yo empírico donde el yo con sus intereses iniciales egoicos de supervivencia (9) se ha venido abajo, ha aprendido a guardar silencio —ha muerto como “el ego”. El sentimiento es el embajador, el aliado, el defensor, la “quinta columna” del alma en la persona empírica o, como lo llamé más arriba, el vicarius animae. Y, como tal, es la copula, el ligamentum o vinculum en el sentido de la alquimia, entre el hombre empírico (“yo”) y el alma (en nuestro contexto, especialmente el opus magnum), así como entre la realidad positivo-fáctica y el espíritu Mercurial “aprisionado” en esa realidad.

Entre los fenómenos coexistentes en el mundo hay muchos que externamente, por lo que a su apariencia fenoménica o a su “semántica” se refiere, podrían parecer muy similares. En tal caso necesitamos una habilidad cultivada para sentir, sentir profundamente, a fin de separar el trigo de la paja, es decir, de diferenciar lo que es, en un sentido psicológico, “grande” de lo que es “más pequeño” (10), lo que es una auténtica expresión del alma (lo que realmente tiene profundidad de alma, dignidad de alma; lo que realmente es nuestra Verdad) de lo que, a pesar de una posible similitud en cuanto al contenido, es solamente una producción humana, demasiado-humana. Una descripción de lo que se ve no nos sirve de ayuda. Es como en la crítica literaria o artística. Una obra verdaderamente grande, por un lado, y alguna otra quizá popular, por otro lado, pero que, sin embargo, sea una obra de poca calidad o con poca profundidad, pueden tener un mensaje y un contenido muy similar, pero los rangos fundamentalmente distintos de las dos obras no pueden discernirse en base a eso. Es necesario el sentimiento (objetivo) —el poder de un juicio estético, un juicio de gusto bien diferenciado.

El sentimiento es lo que nos conecta al alma, es lo que tiende un puente a lo largo de la diferencia psicológica, pero en tanto que juicio, el juicio de gusto, sólo tiende ese puente al ser un acto de desgarramiento, separatio, mantener aparte, concretamente al establecer en primer lugar esta diferencia psicológica que cruza, la diferencia entre fenómenos “más pequeños” y “grandes” o (dentro de uno y el mismo fenómeno) entre “lo más pequeño” y “lo grande” en él, es decir, entre el primer plano empírico, positivo-fáctico del fenómeno y su profundidad de alma (la “tierra interior del alma”, como la llamó Jung metafóricamente). En el sentimiento, tender un puente y separar son equiprimordiales, dos caras de una y la misma cosa. Conversamente, esto nos permite ver que la diferencia psicológica tiene su origen en un acto de sentimiento.

La apreciación de Jung acerca del huésped que se presenta (el cual es visto por él como siendo inherente a un desarrollo de los acontecimientos al que, de hecho, él personalmente no daba la bienvenida), no es una forma de pensamiento utópico. Las utopías se nos presentan con imágenes de un mundo mejor. Quieren anticipar el futuro. Jung no tiene ninguna imagen que ofrecer. Tampoco se presenta con un programa. Viene con las manos vacías. Insiste precisamente en un futuro que es fundamentalmente impredecible. No se puede anticipar. Tendremos que esperar a verlo. Y la cuestión sobre si será bueno o malo para nosotros carece de importancia. Solamente podemos intentar —quizá— estar un poco más preparados para recibirlo.

El contraparadigma: una aberración, no un huésped

En contraste con lo que aprendimos de la reacción de Jung a los nuevos acontecimientos, y aquí me ocupo ahora de la dirección defensiva de su artículo, Slater está, dentro del campo psicológico, completamente cautivado aún por el impulso roussoniano que, de distintas formas, ha determinado muy poderosamente gran parte del pensamiento y del sentimiento de los dos últimos siglos. Sin usar exactamente estos términos, ve la nueva realidad descrita por él mismo como una aberración, una alienación de nuestra verdadera naturaleza, como una corrupción, una especie de Caída. El pensamiento de Slater está motivado por un deseo tácito de mantenerse en o, más bien, pues se da cuenta de que ya es demasiado tarde para ello, de regresar a aquello a “lo que estábamos acostumbrados” y de impedir la emergencia de un mundo nuevo. Es un reaccionario psicológico. Su postura psicológica equivale a actuar compulsivamente su Unbehagen in der Kultur (su “Malestar con la Cultura” (11), traducido oficialmente como El malestar en la cultura [Civilization and Its Discontents en inglés, N. del T.]). Habla sobre los “estilos de vida indisciplinados” de hoy en día, de “los contornos sin alma del mundo en general”, y se lamenta de que la gente ya no perciba más “lo que está mal”. Su reacción a los nuevos acontecimientos observados permanece en el nivel de la psique subjetiva (“el ego”) y, como tal, toma la forma de un rotundo rechazo. No da ninguna oportunidad a la patología del adormecimiento que detecta. Se niega a escucharla y a ser enseñado por ella acerca de nosotros mismos, de nuestra propia verdad, de nuestra alma.

No hay ningún huésped. Se encuentra totalmente desconectado. No hay un ligamentum. Está completamente disociado. No nos pertenece. Es sólo algo profundamente ajeno y equivocado. Slater describe el proceso subyacente del adormecimiento como una disociación, una disociación que “parece surgir del escenario contemporáneo”. “Este estilo de disociación se ha vuelto cultural, normativo...”. Es una buena observación. Pero no observa la disociación que ya está operando en su propio observar, en su propio enfoque a la patología con la que se ve a sí mismo enfrentado.

El “huésped” es la paradoja del recién llegado, de lo verdaderamente otro, de lo desconocido por un lado y de “nosotros mismos” por el otro lado. Su llegada implica un encuentro, una reunión. Como oposición entre lo verdaderamente otro y “nosotros mismos”, “el huésped” es en sí mismo la diferencia psicológica. La contraidea de una aberración o de una corrupción es también paradójica, pero en ambos casos es lo opuesto de la paradoja mencionada en primer lugar.

    · Mientras que el “huésped que se presenta” supone un enriquecimiento, el encuentro con algo verdaderamente nuevo, la patología descrita por Slater es, en tanto que una aberración, solamente la corrupción de, o nuestra desviación de, el viejo estado saludable. Ésta es la razón por la que dije que su reacción permanece en el nivel de la psique subjetiva. Piensa en términos de un cambio “interno” (un declive) de una y la misma cosa. El ego permanece autocontenido, imperturbado. No hay advenimiento. No hay otredad. No hay encuentro. No hay un futuro desconocido (Zukunft, “aquello que viene hacia nosotros”).

    · Sin embargo, mientras que el “huésped” siempre es contemplado (al menos implícitamente) como “nosotros mismos”, aquello que se ve como nuestra aberración ha de ser precisamente repudiado, rechazado y expulsado. No es nuestra Verdad, sino nuestra no-verdad, un estado fundamentalmente falso.

Como Slater no se relaciona con aquello de lo que se vuelve consciente sintiéndolo, el sentimiento no lo conecta al alma en lo real. Esto, a su vez, hace que le sea imposible mostrar ningún respeto por lo que está sucediendo como una expresión del movimiento del alma objetiva. A diferencia de Jung, que dijo sobre la neurosis que “Nosotros no la curamos —ella nos cura” (12), para él es la patología la que necesita curarse: quiere “anular el adormecimiento” (es decir, el mismo heraldo de un cambio fundamental), quiere “oponerse a la mente anestesiada”, mostrando así, paradójicamente, cuán anestesiado está su propio sentimiento: meramente egoico. Quiere “poner de nuevo a la gente de pleno en sus neurosis”. Dicho de otro modo, es como si dijera: “¡Devolvedme esa vieja neurosis, ya es suficientemente buena para mí!”. Después de citar un pasaje de Hillman sobre el significado de “volver a entrar en una conciencia dionisíaca” (¿volver a entrar? ¿Una conciencia dionisíaca en el año 2008?), afirma que “Al cambiar el curso de la disociación, no podríamos hacer nada mejor que regresar a esas reflexiones...” Sí, “regresar” es lo que él quiere.
A menos que, como podemos decir con Jung, “nos encontremos con la salvadora ilusión de que esta sabiduría es buena y aquélla mala”, es decir, “la distinción artificial entre sabiduría verdadera y falsa” (13), somos golpeados por y tenemos que aprender a vivir con la patología, así como con la conciencia de que es. No tenemos elección, es decir, una elección entre una buena neurosis clásica o la nueva patología de una “mente anestesiada” tal como aparece descrita en el artículo de Slater; no hay elección entre una conciencia dionisíaca o la conciencia moderna. En el contexto de la problemática presentada en este artículo, sería una manipulación irresponsable intentar “poner de nuevo a la gente (esa gente que ya está más allá de esa fase) de pleno en sus neurosis, para ayudarles a sufrir honestamente...” (14). Obviamente, el propósito del alma dejó de ser este sufrimiento honesto por parte del individuo. El alma está en alguna otra parte y tiene otras necesidades. Del mismo modo, no quiere que “los niveles epidémicos de depresión y ansiedad” de hoy se lean más “como llamadas a una exploración interior”. El alma se encuentra, así lo parece, más allá de ese interés por “el interior” (del “ego” o de nuestro interior). ¿Acaso no sería posible que estuviésemos presenciando el principio de su intento por llevar a cabo finalmente la noción de una psique objetiva?

Quizá sea posible simular hoy en día una conciencia dionisíaca, no lo sé, pero esto sería una impostación, algo peor que construir hoy en día casas de estilo neogótico. Es una ilusión del ego pensar que podríamos intercambiar nuestros estilos de conciencia como si nos cambiásemos de ropa. Nuestra única elección real es entre una percepción superficial desde fuera de aquello que sea que esté siendo y una percepción de lo mismo desde el punto de vista del alma. Y no sirve de nada preguntarse si una conciencia dionisíaca sería quizá mejor que, por ejemplo, una monoteísta o una tecnológica —porque, en cualquier caso, hemos de trabajar con aquello que tenemos.

El reclamo del ego por la soberanía como definidor del alma

El propósito de una respuesta reaccionaria a lo que uno ve que está sucediendo es el de rechazar y evitar el cambio, el cambio como tal. En psicología esto es un ataque contra el movimiento del alma o, más bien, contra el alma en tanto que movimiento, en tanto que vida lógica. El cambio en un sentido psicológico no significa simplemente que esto o aquello cambie, que se produzcan nuevos acontecimientos, que del día se pase a la noche y de la noche al día, que un niño nazca, alguien se muera, que surja una guerra, que naciones por largo tiempo enfrentadas firmen la paz, que carruajes conducidos por caballos sean remplazados por automóviles, o que un terremoto destruya una ciudad. Éstos son cambios semánticos dentro de la misma vieja definición o sintaxis del mundo. El cambio psicológico se aplica para el cambio de las definiciones de las mismas cosas viejas que siguen existiendo, pero que en función de esa nueva definición son en realidad algo totalmente nuevo. Un cambio real en un sentido más concreto ocurrió, por ejemplo, durante la Revolución francesa: la redefinición del Estado al pasar de la monarquía a la república.

Pero como ya se ha indicado, el cambio psicológico se refiere en particular a la definición del mundo, de hecho, a la definición de la propia noción de alma. Esto es a lo que Jung se refería en el pasaje citado sobre el imponente huésped. El huésped es la nueva definición del alma y del mundo. Nuestros viejos valores, nuestras viejas ideas, concepciones y expectativas sobre qué es el alma y cómo es el mundo han pasado a la historia. Los “valores supremos ya fluyen hacia él [el huésped]”, es decir, hacia la nueva y todavía desconocida definición del mundo y del alma.

De forma parecida, cuando hace 2000 años otra redefinición fundamental de lo que son el alma y el mundo se anunció a sí misma, por ejemplo, en las palabras, “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Cor. 5:17), este cambio de época psicológico no hacía referencia a las cosas en el mundo. El Imperio romano, la estructura social con sus esclavos, los árboles, los ríos, las montañas y la gente, todos ellos permanecieron empíricamente lo que habían sido antes. Lo que el “cielo nuevo” y la “tierra nueva” (Rev. 21:1) conllevan es una constitución lógica completamente modificada del mismo viejo mundo, una determinación fundamentalmente nueva del alma de lo real (15).

Al reaccionario psicológico le parece una idea intolerable que el alma esté viva, que de vez en cuando se redefina a sí misma, que se re-invente a sí misma y nos confronte en tales épocas con nuevas definiciones de sí misma que requieran la adaptación de nuestra conciencia a ellas. El reaccionario quiere congelar el sentido de alma en una definición única, la única definición que aprecia y a la que se ha acostumbrado y que (1) ha sido desarrollada en reacción a, o mejor dicho: como contrapunto a, el espíritu de la época presente y que (2) utiliza como atrezo materiales ya confeccionados del depósito de bienes de tiempos pasados (como una “conciencia dionísiaca”, o el alma como “ánima”, como “imagen” o como “politeísta”). Esta definición ha de ser eterna. Tiene que haber sido, así lo cree esta visión, la única e irrepetible definición de alma ya vigente en épocas prehistóricas y tiene que seguir siendo válida en todos los milenios por venir.

Esto significa nada menos que “el ego” exige tener el peculiar derecho de proporcionar la definición de alma (el Deutungshoheit). El alma en su definición es algo fijo y estático. Nosotros no somos de ningún modo los recipientes y las “víctimas” que experimentan esta definición. No tenemos que, una y otra vez, observar y permitirnos ser enseñados por los nuevos desarrollos reales que están en marcha y por las patologías que realmente están emergiendo sobre cómo el alma quiere definirse a sí misma en cada nueva era. No tenemos que —probablemente de una forma dolorosa— adaptarnos a esta nueva definición en la forma lógica de nuestra conciencia. Por el contrario, somos nosotros los que sabemos, nosotros los que dictaminamos lo que el alma significa. Y si el proceso real del alma tiene la impertinencia de no ajustarse a nuestra definición, si, por ejemplo, se atreve a trasladarse al ciberespacio y produce todos los síntomas del adormecimiento descritos por Slater, damos simplemente el nombre de desalmado a lo que se ha producido, de no-alma. No es la emergencia de un nuevo mundo totalmente inesperado. Por el contrario, preferimos pensar que el problema real es que “el mundo va a peor”. “La alteridad dolorosamente manifiesta”, nos dice Jung como si estuviera comentando o ironizando sobre estos movimientos, “parece como una perturbación del orden natural del mundo, como un impactante error que debe eliminarse con la mayor presteza, o como una falta que exige un castigo que esté a su altura” (16). ¿Cómo podría tratarse del alma? ¡El alma nunca actuaría en contra de las ideas que tenemos sobre ella!

Aquí me viene a la mente otro pasaje de la carta de Jung que ya he citado en dos ocasiones: “Tomamos nuestras decisiones como si supiéramos. Sólo sabemos lo que sabemos, pero hay mucho más sobre lo que podríamos saber si sólo dejáramos de insistir en lo que ya sabemos” (17).

El miedo a la historia

¿Por qué debe prevenirse a toda costa la posibilidad de que el alma escape a nuestra Deutungshoheit, que pueda verse como teniendo una vida propia, su propia historia? La definición estática y fundamentalmente ahistórica del alma debe cumplir la función de estabilizar la forma lógica habitual de la conciencia. Dentro de esta forma habitual de la conciencia, es decir, en el nivel semántico, el nivel de los contenidos de la conciencia, se permiten nuevas ideas, incluso todo tipo de posturas anómalas (según los cánones imperantes) y revolucionarias, tales como la postura de una imaginación politeísta, dionisíaca o del inframundo —siempre y cuando no se ponga en cuestión la forma de la conciencia. Éste es el problema no sólo del artículo de Slater, sino de toda la psicología imaginal y arquetipal en su conjunto. La lucha reaccionaria, que en el fondo es una lucha contra la intromisión de la idea de cambio y de un proceso dentro de la propia noción de alma, sirve al propósito de proteger a la conciencia de tener que someterse ella misma a la adaptación, y eso siempre quiere decir también una autonegación, una autosuperación y una redefinición, en vez de simplemente remplazar algunas de sus ideas habituales por otras. Congelar una única definición de alma es, al mismo tiempo, congelar la conciencia —y, de este modo, también la psicología misma— en la definición que uno prefiera. Pero adaptarse no es sólo una tarea para el individuo con respecto a los cambios en la vida del alma que tengan lugar a lo largo de su vida, sino también la tarea para la psicología misma con respecto a los grandes cambios de época. Como dice Slater correctamente, sin darse cuenta de que esto se aplica a su propia postura, “El entendimiento se cierra cuando no puede imaginar más allá de su propio ensimismamiento y participar en las ideas que marcan una época”.

A pesar de toda la discusión en psicología sobre el “alma objetiva” y la “psique autónoma”, mientras que “el ego” insista a escondidas en su derecho a definir el alma y, de este modo, a proteger a la psicología misma de los cambios en la vida del alma, el alma es, en realidad, todavía un alma subjetiva. No ha sido liberada en su objetividad y autonomía. Lógicamente, “el ego” no la ha soltado. El alma es sólo verdaderamente objetiva y autónoma cuando el sujeto (ya sea la persona individual o la psicología misma) tiene que, empíricamente (es decir, siempre a posteriori), lenta y quizá dolorosamente, descubrir la manera en que el alma se define ahora a sí misma, en esta ocasión. Aprender de la experiencia. Del “huésped”. La psicología, si quiere ser una psicología del alma objetiva, no debe sentirse en posesión de la definición de alma y abordar los fenómenos con una definición ya dada en mente. Siempre tiene que partir de la posición de no saber aquello que es el alma.

Ahora sabemos por qué el artículo de Slater nos da su recopilación de síntomas sin, en modo alguno, empezar a entrar en su psicología. Verlos psicológicamente habría sido como abrir (de una forma imaginal o “sólo-ánima”) la caja de Pandora de la psicología. Lo que hubiese surgido de exponerse uno mismo a ellos habría sido la amenaza fundamental para la soberanía del ego como definidor del alma, así como la amenaza para la propia visión que uno tiene de que sólo hay una única y eterna definición válida de alma, la amenaza para la psicología como ideología. Y habría obligado inevitablemente a la psicología a abrirse a sí misma a la idea de una historia del alma y del alma como historia, lo que incluiría la comprensión de la relatividad histórica y de la limitación de la propia definición de alma que tiene la psicología de nuestro tiempo. ¡Dios no lo quiera! (¿O debería aquí decir, de forma políticamente correcta: Dioniso no lo quiera?). ¡Sea anatema toda historia del alma!

El precio por evitar esto, sin embargo, es elevado. Es que todo el artículo permanezca en el nivel de las lamentaciones al estilo de la crítica cultural. Sin embargo, con lo que hace demuestra su propio argumento de que “la psicología propiamente dicha deja de existir”. La psicología de aquello sobre lo que se discute se pasa por alto. Tal exploración de la psicología requeriría las preguntas: “¿Qué quiere el alma con esta nueva patología, con este adormecimiento, con la producción de una mente anestesiada, con el hecho de disociarse de un 'sufrimiento honesto' del propio malestar (18)? ¿Cuál es el telos de todo esto? ¿De qué son estos fenómenos patológicos y terribles la primera forma inmediata, literalizada y exteriorizada? ¿Qué quieren decirnos y enseñarnos estos fenómenos?”.

Una psicología en aguas estancadas

Pero el artículo permanece de principio a fin bajo el dominio del “ego” y de sus intereses. Esto tiene dos aspectos. En primer lugar, todos los detalles descritos sobre la nueva situación están introducidos únicamente con el objetivo de crear un muro amenazante del que la conciencia pueda rebotar de nuevo a los agradables campos de la vieja psicología y de la psicopatología con sus vanas promesas de estar “arraigadas en las emociones y en la vida vivida como un destino”, de hacer “la conexión entre cuerpo y mente”, de proporcionarnos un panteón de dioses reales “dentro del tejido conectivo del mundus imaginalis” y, por supuesto, de ser un heraldo de unas “vidas creativas”. En el punto donde la psicología debería empezar, la conciencia da media vuelta y entra en unas aguas estancadas. Dicho de otro modo, evita ser psicología y se convierte en ideología. La psicología empezaría al otro lado de este muro, un muro, por supuesto, que precisamente no existe en modo alguno para ella porque, al no negarse a proceder con el verdadero trabajo psicológico, ya no lo levanta en primer lugar.

Para que se creara este muro, era esencial que no se permitiera a los fenómenos presentarse como si fuesen un libro que fuera necesario abrir y leer. Podríamos decir también: no se permitió que fueran vistos como los heraldos del huésped que se presenta. El modo como tenían que presentarse era siendo restringidos a un estatus de hechos planos, positividades unidimensionales, comportamiento literal. Sólo se permitía que fuesen vistos desde fuera, desde la perspectiva del ego que se centra en la gente y en su comportamiento observable: en, diciéndolo con la Kena Upanishad, “lo que los ojos pueden ver, no lo que abre los ojos”. Porque sólo entonces podían ser simplemente rechazados (siempre y cuando fueran lo suficientemente horribles o patológicos). Pero el tema de la psicología no es lo real en tanto que hechos literales, la apariencia superficial de las cosas, sino el alma de lo real.

Su concepción de los síntomas como un muro (a través de su rechazo) muestra el deseo de esta postura teórica de regresar a sí misma, de quedar autocontenida dentro de sí. Como tal, es la exclusión lógica de cualquier advenimiento, el advenimiento de un huésped, de cualquier otro psicológico (que, como psicológico, es, sin embargo, el otro de “uno mismo”). Es la prevención de la diferencia psicológica. Por el contrario, el verdadero paso de la psicología “más allá del muro” (que para ella, como ya he señalado, no se origina en primer lugar) es dialéctico. Su propio ir hacia adelante es la experiencia de alguien distinto viniendo hacia ella. Visto a la luz de esta idea, el regreso de una psicología estancada a sí misma puede entenderse como su deseo de hacerse ella misma con el control del (inevitable) “advenimiento”, de realizar todo el “advenimiento” por sí misma y de tomar ella misma el lugar del otro o del huésped. Ésta es la razón por la que se trata de pura ego-psicología (cf. el “Sabemos lo que sabemos...” de Jung).

El segundo aspecto no concierne al material presentado, sino a quien lo presenta. Elaborar el material como un muro insuperablemente horrible para la conciencia del cual debe retroceder le permite a Slater librarse de tener que llevar a cabo la tarea indispensable para todo aquel que quiera ser un psicólogo: la tarea frente al motivo de consulta o materia prima de vencerse a sí mismo como yo empírico (vencer el punto de vista del “ego” en uno mismo), con el objetivo de irse situando lentamente en el punto de vista del alma usando el propio material a mano como su guía y a modo de escalera. Él puede seguir identificado consigo mismo y seguir comprometido con el punto de vista cotidiano, que es y se mantiene para todos nosotros como nuestro punto de partida inevitable en cada nueva situación, pero que para el psicólogo no debería ser nada más que un punto de partida. De este modo, la diferencia psicológica no tiene que cobrar vida en él ni como él mismo.

Como para Slater la diferencia psicológica no está manifiesta, ni en él ni en el lado objetivo de lo real, como para él los hechos literales de los acontecimientos son todo lo que hay, tiene toda la razón a tener miedo de entregarse a ellos. Entregarse a ellos sería en el caso de una visión positivizada de la realidad dar su aprobación, fomentar esos acontecimientos, dejarse absorber totalmente por ellos. Este miedo resulta más evidente en un artículo anterior suyo titulado “El cambio cyborgiano: la resistencia no es en vano” (19) donde, entre otras cosas, reacciona en su parte final a mis intentos por elaborar la psicología del mundo tecnológico, cuando dice que mi paso “más allá de lo imaginal” hacia el pensamiento “en el fondo mantiene la puerta abierta a una existencia robótica”. Pero pensar la tecnología no significa, por supuesto, fomentar la tendencia “a dejarse llevar y adaptarse pasivamente a sus innovaciones [de la tecnología]”. La adaptación psicológica no es pasiva y no es de ningún modo inconsciente, y no es precisamente nuestra adaptación, en nuestro comportamiento, a las innovaciones de la tecnología, ni una absorción dentro de o una inflación por las poderosas tendencias de la tecnología literal, sino la adaptación de la conciencia, en su forma lógica, al alma, la lógica o la sintaxis de la tecnología. La adaptación presupone mi clara distinción de mí mismo del proceso del alma. No actúo compulsivamente el alma, sino que simplemente “capto el mensaje” que contiene, el mensaje que “el huésped” trae. La adaptación es mi respuesta a ello, no mi ser tragado por ello. Debo mantenerme en mi sitio ante ello. Pero como la diferencia psicológica no existe en el esquema de Slater, posiblemente no pueda imaginar lo que quiere decirse con estas distinciones. Y quizá no puedan imaginarse de ningún modo, pues deben ser pensadas. La única alternativa posible para él parece ser: el rechazo o ceder a ello, defenderse o actuar compulsivamente. Tertium non datur.

Pero ninguna de las dos alternativas es psicológica.

El título citado de su anterior artículo deja explícitamente claro que su respuesta al “nuevo mundo” es la resistencia —cosa que suena extraña, de hecho sorprendente, para un oído entrenado psicoanalíticamente. Sin lugar a dudas, tiene razón al advertir en su artículo en contra de “ofuscar la diferencia entre relacionarse con un impulso arquetipal y ser arrastrado por él”. Pero lo que vemos en su artículo es que, por mucho que ciertamente haga justicia a la tarea negativa de evitar el error sobre el que advierte (el error de ser arrastrados por la tecnología), en ningún momento se da cuenta de la mitad positiva del asunto. Se niega completamente a relacionarse con la tecnología —a sentirla, a sentir en ella. Al ignorar una mitad de la tarea, él, sin ninguna duda, no ofusca, sino que más bien elimina totalmente la diferencia. Simplemente permanece con la mentalidad del sentido común y corriente en éste, el lado del ego de la diferencia psicológica. Allí donde Jung fue capaz de ver al “huésped” que se acercaba, él sólo ve a unos “virus” que hay que combatir con “anticuerpos”. Como todos sabemos, los anticuerpos no hacen precisamente lo que entendemos por “relacionarse”. Neutralizan o matan a los virus. Slater no quiere imaginar y ver a través de la tecnología, sino que quiere “obtener de la imaginación” ideas que “funcionen como [esos] anticuerpos”. Quiere que vayamos a la caza de “imágenes compensatorias” y de “la[s] propia[s] respuesta[s] contrarrestante[s] de la psique” —un abuso de la imaginación para unos fines que le son ajenos y, de hecho, adversos. Quiere obligar a la imaginación a servir a su resistencia egoica, a su sistema inmunitario. Se supone que tiene que dotarle de armas contra la psique objetiva, el opus magnum.

La concepción infantil y “humanística” del alma

Dejo en manos del lector juzgar si la resistencia que Slater tiene en mente es, de hecho, “no en vano”, tal como él afirma, o si no es acaso desesperadamente impotente, inocente y propia de un niño, rascando apenas la superficie de este fenómeno abrumadoramente poderoso de la tecnología, cuyo rumbo quiere cambiar (20). Cito solamente un pasaje de su artículo “El cambio cyborgiano”: “A veces, cuando uno lleva viviendo con la tecnología durante un tiempo, se descubre este tipo de relación —dar un nombre a los coches, convencer a los ordenadores para que cooperen con nosotros, tener cuidado de todo el instrumental tomando uno parte activamente en ello... Una sensibilidad por tales cosas mantendría la tecnología dentro de los límites de las preocupaciones y de los asuntos humanos, y quizá incluso abriría un espacio anímico para involucrar a nuestros aparatos”. Quizá debería haber añadido a su lista la pintura de trenes con espráis de nuestros colores favoritos o con nuestras consignas preferidas.

¡Qué conmovedor, qué cosa más entrañable! Dar un nombre a nuestros aparatos, convencerlos, preocuparnos por ellos —¿quizá incluso acariciarlos? Un enfoque muy amoroso y muy amable hacia la tecnología. Pero, un momento, no es hacia la tecnología. Todo aquello de lo que Slater se percata y con lo que se relaciona de una forma tan encantadora y propia de un niño son objetos técnicos, cosas, el primer plano de las entidades positivamente existentes. La tecnología, por el contrario, por no hablar del alma de la tecnología, no ha sido en ningún momento contemplada por él. Percibe los árboles, pero no puede apreciar el bosque. El bosque, por supuesto, no puede percibirse y agarrarse, ya que “bosque” es un concepto y, por lo tanto, el bosque existe sólo para aquel que se eleva al nivel de los conceptos, de los pensamientos. Pero Slater se mantiene, como podríamos decir con Heidegger, en el nivel de lo óntico y escotomiza lo ontológico, y, como podríamos decir con Hillman, se mantiene en el nivel de lo literal estando al mismo tiempo ciego a lo imaginal. Opera en el nivel de lo psíquico, pero ignora el de lo psicológico.

Y ésta es la razón por la que cuando él habla de “alma”, todo lo que tiene en mente es ego-sentimentalismo (21), de ninguna forma el alma; como mucho, una idea infantil del alma. En su manera de pensar, lo “lleno de alma” significa simplemente lo contrario a su Unbehagen in der Kultur. Esto, por supuesto, no es que sea un problema exclusivo suyo. Es algo muy extendido dentro de la psicología junguiana (y más allá).

¿No es muy triste que la psicología se encuentre tan a menudo carente de sentimiento, del “juicio de gusto”? ¿Que prefiera básicamente un sentimentalismo abstracto? La aparición del sentimentalismo es, como ya lo señaló Jung, el claro indicio de que el sentimiento está ausente o, como mínimo, de que es muy pobre. El sentimentalismo presupone la falta de sentimiento (“objetivo”), porque es el “ersatz” para este último. Llena de forma natural el vacío que queda cuando el sentimiento no tiene lugar.

La concepción del alma de Slater proviene de una forma de pensar inofensiva, “amable”, una forma de pensar todavía contenida, por así decirlo, en el hortus conclusus del ánima. Proyecta sus propias necesidades emocionales e ideológicas y sus apreciados valores “humanos”, sus preferencias y su pensamiento ilusorio en el alma y confunde los primeros con esta última. El yo narrador que concibió sus artículos no se ha diferenciado de sí mismo. No ha salido del jardín vallado de lo humano hacia lo abierto, más allá del horizonte de lo humano-demasiado-humano (22). Lo que él, Slater, llama “espacio anímico para involucrar a nuestros aparatos” es, en realidad, solamente una habitación de juegos para el ego (23).

En este sentido, la suya es una noción por completo humanística del alma (en el sentido despectivo de Hillman de “humanístico”), en la medida en que todos los enfoques que sugiere están pensados para complacer al “ego”. Son la autogratificación del ego, un juego que juega consigo mismo, solamente consigo mismo, muy por encima de la realidad de los aparatos técnicos. Y por lo tanto, de ningún modo, como estaba dispuesto a conceder más arriba, esos enfoques se relacionan con o involucran a los objetos técnicos (nuestros “aparatos”), por no hablar de la tecnología. Esto, por supuesto, sería algo bastante inocente (¿por qué no debería ponerse a jugar si está inclinado a ello?) —si no tuviera la terrible función de ponernos una venda sobre los ojos, de desviar en primer lugar, en un artículo dedicado a la tecnología (!), su atención y la nuestra de la tecnología hacia los objetos técnicos y, después, de arropar esos objetos técnicos con nuestras dulces palabras haciendo un alboroto, y de pretender finalmente que este retoque meramente cosmético “mantenga la tecnología dentro de los límites de las preocupaciones y de los asuntos humanos” (24). Un camuflaje (25).

¿Y es realmente el trabajo de la psicología cambiar la dirección de los acontecimientos en primer lugar? ¿No sería esto como querer cambiar en psicoterapia el comportamiento de un paciente? Sin embargo, todo lo que la psicología está llamada a hacer es a centrarse en y atender el trasfondo psicológico del comportamiento, no el comportamiento mismo. En lugar de querer cambiar o mejorar algo, prevenir o anular lo que parezca que esté mal, todo lo que la psicoterapia quiere es liberar el material a mano de su aprisionamiento en el entendimiento inicial positivista y literalista que tenemos de él. La psicología no se dedica a corregir o mejorar a la gente ni a salvar el mundo. Quiere liberar al espíritu Mercurio atrapado en él, liberar a los fenómenos en su verdad, su alma.

La diferencia psicológica evitada regresa como la diferencia óntica entre fenómenos “buenos” y “malos”

Slater, sin embargo, no piensa obviamente en términos de la diferencia entre la “tierra interior del alma” (Jung) y un primer plano empírico. Para él sólo existe el único (y unidimensional) nivel de lo positivo-fáctico. El horizonte de su pensamiento es la gente, lo que ella hace y lo que la tecnología le hace, dicho de otro modo, lo humano-demasiado-humano. Ésta es la razón por la que cuando se enfrenta a lo desagradable, los aspectos patológicos del mundo tecnológico o de la sociedad de la información (la nueva “realidad de los media”), todo lo que puede concebir con su imaginación es el deseo de cambiar a mejor el curso real de los acontecimientos (y la razón por la que, de forma inversa, teme que sin estos esfuerzos por cambiarlo, todos nos convirtamos a la larga en algo parecido a unos robots literales).

Allí donde falta la diferencia psicológica, ésta tiene que remplazarse por diferencias (divisiones empíricas en un nivel semántico) literales (ónticas o positivistas); es entonces que, como Jung lo expresó, “nos encontramos con la ilusión salvadora de que esta sabiduría es buena y aquélla mala”, de que este acontecimiento es positivo y aquél terrible, de que ciertas patologías (p.ej., las neurosis) son saludables y otras (p.ej., el “adormecimiento”) enfermizas, o de que la así llamada “psicología propiamente dicha” está “llena de alma” y el mundo que se presenta está “desalmado” (26), de manera que nuestra única elección frente al fenómeno “malo” en cada caso es: su rechazo o ser arrastrado por él, la defensa o su actuación compulsiva. La inescapable diferencia psicológica, cuando se evita, reaparece proyectada en el plano semántico de la positividad (27), de forma muy similar a como en geometría puede proyectarse una figura tridimensional en un plano de dos dimensiones. Es algo reductivo. Sin ninguna duda, los “hechos” se mantienen, pero se ha perdido toda una dimensión entera: la dimensión del alma.

Y allí donde el sentimiento no establece para nosotros una conexión con el alma y el corazón de lo real ahí afuera, bajo su superficie positivo-fáctica, allí donde nuestro compromiso no es con la Verdad interior que se impone en un momento dado, donde no somos capaces de ver en ella a nuestro propio otro, allí, naturalmente, nos preocupará si un nuevo acontecimiento real que observemos sea bueno o malo y, en función de la respuesta, nos hará estar a su favor o en contra. El interés por la “supervivencia” tomará las riendas. Al hacernos estar a favor o en contra, “bueno” y “malo” nos hace, hace al “ego”, ser el centro de las cosas. “El ego” entonces decanta la balanza. “Tomamos nuestras decisiones”, tal como Jung había dicho; somos nosotros los que estamos a favor o en contra. Nuestro fervor es lo que cuenta. Sin embargo, aquello de lo que estamos a favor o en contra no es, en realidad, tan importante. Se reduce a un mero medio para excitar nuestro fervor a favor o en contra, cosa que, en última instancia, muestra que el objetivo de todo esto no es otro que la constelación y la posterior consolidación del “ego” en nosotros o de nosotros como “ego”, a fin de que el alma o la verdad interior de esa realidad de la que estamos a favor o en contra pueda desaparecer totalmente de nuestro campo de visión y ser simplemente olvidada.

Aparte de la idea equivocada sobre cuál es el trabajo de la psicología (la idea reformadora), sobra decir que el deseo de cambiar la dirección de una realidad daimónica y más-que-humana como la tecnología moderna es un deseo megalomaníaco, tan ilusorio como lo sería el proyecto de un gusano para desviar un tren exprés.

Resumiendo el complejo movimiento en el pensamiento de Slater, podemos decir que su propia omisión o rechazo de ver a través del material mismo que se le presenta se objetiviza y aparece delante de su conciencia como la falta del material o de los fenómenos, su amenaza para la psicología. El sentimiento psicológico anestesiado en él le obliga a tomar al pie de la letra el fenómeno cultural correspondiente del adormecimiento psíquico ahí afuera y a inflarlo hasta convertirlo en una amenaza apocalíptica. Son los fenómenos a los que hay que culpar por su rechazo, de modo que, a su vez, esta falta suya (la falta que él ve en o, más bien, dentro de los fenómenos) parece justificar retroactivamente su omisión así como su movimiento defensivo hacia unas aguas estancadas.

Pero ¿qué está en juego con esta omisión o rechazo y qué requiere toda esta resistencia? Es el sentimiento de una necesidad indispensable de aferrarse al dogma de la soberanía del ego como definidor del “alma”, para poner así en términos absolutos la forma lógica habitual de la conciencia como la única posible y para inmunizarla contra el cambio, contra la historia, que es también lo que la convierte en una ideología. Sólo se siente y aparece esta necesidad precisamente porque ya hay un claro, aunque reprimido, conocimiento de que tanto este dogma como su forma de conciencia hace tiempo que se han vuelto insostenibles por el curso real de los acontecimientos y de que la todavía defendida definición de alma hace tiempo que está obsoleta. Esta necesidad llega demasiado tarde y es sabida secretamente como que llega demasiado tarde. Es, al fin y al cabo, reaccionaria —la necesidad de instalarse en unas aguas estancadas cuando la corriente de la vida del alma se encuentra mucho más adelante. Del mismo modo que una neurosis, así, también, el movimiento reaccionario es siempre el rencor contra el propio conocimiento (secreto) de que la organización de la vida y la forma lógica de la conciencia que nos son familiares han llegado irremediablemente a su fin.

¿Quién teme el posible fin de “la psicología propiamente dicha”?

En el momento en que uno realmente quiera tomarse en serio los fenómenos discutidos por Slater, independientemente de su forma claramente patológica y su estatus de primera inmediatez, es decir, tomárselos en serio como los heraldos de “un nuevo conocimiento psíquico” y de un mundo nuevo, entonces quizá no sea del todo equivocado después de todo decir con ellos que la “psicología propiamente dicha deja de existir” —siempre y cuando entendamos que lo que se llama aquí de forma eufemística con el nombre de “psicología propiamente dicha” es meramente la forma convencional de la psicología del siglo XX a la que le hemos cogido aprecio, y no realmente la psicología propiamente dicha, la verdadera psicología. La así llamada “psicología propiamente dicha” puede retrospectivamente, precisamente a través de esos nuevos fenómenos, ser vista a través como siendo solamente la primera inmediatez de la verdadera psicología. ¿Acaso no podría ser que el fenómeno del adormecimiento contribuyera posiblemente a abrir nuestras mentes a la idea de que, por un lado, la psicología personalista (la psicología que se centraba en el individuo y en lo que ocurre dentro de la gente, con su énfasis en un “sufrimiento honesto”, en relacionarse, en el desarrollo y el crecimiento, en el cuerpo, la emoción, el eros, la introspección, los sueños y el significado) fuera en sí misma una de las grandes ideas ilusorias del siglo XX y de que, por otro lado, una psicología “sólo-ánima” con “dioses”, con “estéticas”, y de un mundus imaginalis fuera también simplemente un tipo de droga (de cuerpo sutil) que prometiera adormecernos en “estados de felicidad artificial” y nos disociara de la vida real, del alma de lo real? ¿No son, por ejemplo, las preguntas de Slater —“si ya no se perciben más los síntomas de estas enfermedades, ¿qué será de los dioses? ¿Qué será de nosotros sin los dioses?”— en sí mismas un ejemplo perfecto del “omnipresente parloteo psicológico” del que con todo derecho se lamenta, aunque, ciertamente, un “parloteo psicológico” de un tipo más “ennoblecido” y “omnipresente” sólo en ciertos ámbitos junguianos y de la New-age? Heidegger cuenta el chiste de un hombre que entra desesperado en el bar del pueblo lamentándose de que su mujer habla y habla y habla. Cuando alguien le preguntó sobre qué hablaba, su respuesta fue: “Eso ella no lo dice”. ¿Dijo Slater alguna cosa con su “¿qué será de los dioses? ¿Qué será de nosotros sin los dioses?”?

¿Por qué no podría ser que la adaptación de la psicología a esas autorredefiniciones históricas en la vida del alma que se ponen de manifiesto tanto en los fenómenos descritos por Slater como en otros apuntados por Jung en su citada carta pudiera incluir la posibilidad de su, de la psicología, ser plenamente consciente de que se encamina a su propio fin, a su ser superada por algo distinto, algo nuevo? En la psicología individual, pensaba Jung, el principio de lo que él llamaba la segunda mitad de la vida era el “nacimiento de la muerte”. ¿Puede una psicología que espera de sus pacientes que aprendan a afrontar su propia muerte permitirse tener miedo de su posible propia muerte? ¿No podría, igual que se supone de una persona, tomar una distancia crítica de sí misma, diferenciarse de sí misma?

La psicología tal como la hemos conocido surgió muy tarde en la historia, durante la segunda mitad del siglo XIX. Si es algo que vino a la existencia, podría muy bien tener que irse cuando llegue su hora, de la misma manera que el mundo del mito y del ritual, así como más adelante en la historia la religión y, aún más adelante, la metafísica tuvieron que ceder el paso a sus respectivos sucesores y como en nuestro tiempo el último portador de la antorcha de la verdad del alma, la ciencia, parece estar perdiéndola y tener que pasarla a “los media”.

Pero entonces, ¿ha sido alguna vez la psicología un portador en toda regla de la antorcha de la verdad del mismo modo que las instituciones antes mencionadas, realmente uno de sus iguales y no más bien solamente una cuestión secundaria? En cualquier caso, la psicología es en sí misma un producto de la vida del alma y está expuesta a su ulterior desarrollo. Está en la retorta. No es el observador externo y el intérprete inmune o el artífice de los procesos en la retorta.

Y en última instancia, ¿no es el hecho de que “la hora de la psicología ha llegado” precisamente la experiencia que todos los fenómenos del adormecimiento habrían tenido reservada para Slater si hubiese estado dispuesto a entrar en ellos? ¿Y no es esta amenaza para la psicología lo que todos sus esfuerzos defensivos tratan de evitar?

Notas

1. Glen Slater, “Numb”, en: Stanton Marlan (ed.), Archetypal Psychologies: Reflections in Honor of James Hillman, New Orleans (Spring Journal Books) 2008, pp. 351-367.

2. Letters 2, p. 589, a Read, 2. Set. 1960.

3. El proceso es dialéctico, urobórico. Nuestra devoción a él le da al material la oportunidad de hacernos psicológicos, de forma que, a su vez, podamos ver el alma en él. Nuestra receptividad estrictamente pasiva requiere nuestra concentrada participación. Y nuestra participación no ha de ser nada más que la intensiva disponibilidad a ser (volvernos) informados por el material a mano. No ha de ser nuestro deseo llegar a la comprensión de él.

4. Letters 2, p. 590, a Read, 2. Set. 1960.

5. Un aspecto importante del motivo de la reacción de Jung es su visión general de la relación entre la ego-personalidad empírica y el alma objetiva. Esta visión aparece sucintamente en la inscripción que puso encima de la entrada de su casa en Küsnacht: vocatus atque non vocatus deus aderit. En cuestiones sobre el proceso del alma no importa demasiado si estamos de acuerdo o no. Pasará igualmente. En la representación La danza de la muerte en Füssen (Jacob Hiebeler, 1602, Anna Chapel, St. Mang, Füssen, Alemania), leemos “Sagt Ja, sagt Nein, getanzt muß sein” (“Di sí, di no, pero bailar es lo que debes”). Sin embargo, en función de si el huésped se presenta vocatus o se presenta non vocatus, hay una gran diferencia en cómo sucederá su llegada, es decir, qué significará para nosotros y cómo nos afectará. Séneca escribió, y Jung sin duda habría estado de acuerdo: Ducunt volentem fata, nolentem trahunt, “Si estás dispuesto, el destino te guiará, si no lo estás, te arrastrará” (Epistolae morales, 107, 11). De forma similar, Thomas Mann dijo (en José y sus hermanos), “Si puedes hacerlo, lo harás. Si no puedes, será hecho en ti”. Ésa es la diferencia. Y marca toda la diferencia para nosotros, la diferencia entre “la ciega víctima sufriente” y “el ser humano con entendimiento y sentimiento”. Pero marca también una diferencia esencial para la nueva realidad que está llegando. Si nos resistimos, esta realidad será mecánica y sin alma. Si vemos al huésped en ella, nuestro huésped, de hecho nuestro self profundo, ésta puede aparecer de una forma redimida. Jung habla en nuestro pasaje de los golpes que un huésped da en nuestra puerta. Esto podría dar la impresión de que el huésped pidiera de forma educada si queremos permitirle o no la entrada. Sin embargo, esto no debería malinterpretarse con la idea de que, si no invitásemos a entrar al huésped, éste daría media vuelta y se iría de nuevo. No. El huésped no es simplemente alguien que se encuentre en el mismo nivel que nosotros, simplemente otro ser humano, y no es totalmente otro. Él es el alma objetiva, el alma de lo real y, como tal, nuestra propia Verdad más profunda. En él encontramos nuestra verdad (Jung hubiera dicho: nuestro self). Esto es lo que hace a este huésped en principio inescapable. “Sagt Ja, sagt Nein, getanzt muß sein”.

6. Podría pensarse que el advenimiento del huésped trae consigo diversión y alegría, y que la llegada de nuestra Verdad sería algo inofensivo. Después de todo, es nuestra propia Verdad. Pero, por el contrario, la llegada de nuestra propia Verdad es siempre un acontecimiento terriblemente perturbador, el huésped es “imponente”, los signos de su llegada son “portentosos”, y “el miedo le precede”. El encuentro con nuestra Verdad no es algo para cobardes.

7. La palabra vocatus en el adagio vocatus atque non vocatus no significa, por lo tanto, que tuviéramos que anhelar y hacer todo lo posible por promover el nuevo mundo de la tecnología y la mente anestesiada o cualquier otro aspecto positivo-fáctico de este desarrollo. Todo lo que significa es ver al “huésped” en el desarrollo tecnológico y respetarlo como tal. Por este motivo, puede que vocatus sea en nuestro contexto demasiado fuerte y confuso. El volens de Séneca es mejor, pero todavía no da en el blanco. No se trata tampoco en realidad de una disposición, que hace demasiada referencia a una volición del ego. Más bien, la cuestión es ver a través de y comprender en lo que se está presentando la próxima nueva forma del alma o de nuestra Verdad que se presenta, y ser alcanzados y tocados por ella en nuestra mente y en nuestro corazón. Todo lo que el alma, el huésped que se presenta, nuestra verdad más profunda, necesita es tener un eco real, una resonancia en nosotros mismos para ser vista, reconocida y apreciada por aquello que es.

8. En su tipología, Jung distinguía la función pensamiento y la función sentimiento, como funciones racionales, de la sensación y la intuición como irracionales, porque estas últimas proporcionan nuevos datos a la conciencia, mientras que las primeras funciones sólo procesan formalmente o evalúan datos ya disponibles, cada una a su propia manera. Mi término “sentimiento” es distinto. Le doy el nombre de “racional” para evitar principalmente cualquier sentido de emoción o de sentimiento afectivo y para mí no es una función que meramente procese o evalúe (p.ej., de acuerdo con las categorías de “bueno-malo, placentero-desagradable, etc.”, que están siempre determinadas desde el punto de vista del ego), sino que también hace que algo nuevo se vuelva accesible y, de este modo, al proporcionarnos un nuevo “input”, tiene así también una especie de aspecto “irracional”. Sin embargo, este nuevo material no son, de forma horizontal, nuevos datos como en el caso de las funciones sensación e intuición, no “lo que los ojos pueden ver”, sino, de una forma vertical, una nueva dimensión (“lo que abre los ojos”), la dimensión profunda de aquello que ya ha sido puesto a nuestra disposición por la sensación o la intuición. El filisteo y el amante del arte pueden mirar el mismo cuadro. Pero su capacidad para sentir hace accesible para el amante del arte algo que para el filisteo simplemente no existe en ese cuadro que ambos miran.

9. Supervivencia en el sentido más amplio, incluyendo el interés por realzar y embellecer la vida.

10. La distinción entre lo grande y lo más pequeño tiene lugar en CW 10 § 367.

11. Ésta es la traducción sugerida originalmente por el propio Freud. Se acerca más a lo que se quiere decir.

12. CW 10 § 361 (toda la frase está en cursiva en el alemán original).

13. CW 9i § 31, trad. modif. A diferencia de “la separación” mediante el juicio de gusto, esta separación es “artificial” porque se basa en las preferencias arbitrarias “del ego”.

14. Con esto no quiero dar a entender que en la sala de consulta, delante de un paciente, un ser humano real, no sea apropiado “ponerlo de nuevo en su neurosis”. En la sala de consulta nos ocupamos de la gente, las personas, que quizá deban aprender a diferenciarse y a emanciparse ellas mismas del gran desarrollo cultural, esto es, del alma, que puede haberlas absorbido dentro de sí misma para que se conviertan en sus exponentes carentes de voluntad. De hecho, puede que ellas tengan que aprender otra vez que son “¡solamente eso!”, meramente seres humanos con sus propias necesidades personales humanas y que se encuentran simplemente rodeados por y expuestos a los grandes cambios en la vida del alma. Pero aquí no estamos en la sala de consulta. Estamos en psicología. Por consiguiente, no nos ocupamos de la gente, de aquellos miembros de la sociedad que fueron lo bastante débiles para ser barridos por las mareas de la vida lógica del alma. En el artículo de Slater nuestro interés está en los asombrosos fenómenos anímicos mismos del adormecimiento.

15. Y, por supuesto, una vez que la constitución lógica del alma o del mundo ha cambiado, es muy probable que, en consecuencia, con el paso del tiempo también cambien aspectos empíricos y concretos de lo real, tales como las instituciones sociales, las leyes, los puntos de vista de la gente y su comportamiento...

16. CW 10 § 277.

17. Letters 2, p. 591, a Read, 2. Set. 1960.

18. Aquí vemos la damnatio explanandi operando de nuevo. En su texto, la palabra “disociación” se convierte en un reproche. Y cree que dando el nombre de “disociación” a lo que ve, su trabajo psicológico está terminado, como si ésta fuera la respuesta al problema. Pero este nuevo fenómeno de disociación, que él observa correctamente, es en realidad la pregunta, no la respuesta. En la época en que se trataba de intentar comprender las neurosis histéricas, la noción de “disociación” podía considerarse como una respuesta. En el contexto de su artículo, sin embargo, “disociación” no es de ningún modo, como él sugiere, el “proceso subyacente” inconsciente detrás del adormecimiento, en cuyo caso podría calificarse como una explicación. “La mente anestesiada”, el “adormecimiento” y la “disociación” son simplemente sinónimos. La disociación que señala ha tomado ahora precisamente la posición del síntoma que necesita ser explicado psicológicamente. Esta disociación es el comportamiento visible, se ha vuelto fenoménica (aquello que se muestra a sí mismo). El propio Slater la describe, en contraste con la histeria, como habiéndose “vuelto cultural, normativa”. Es, por lo tanto, el asunto o problema con el que la psicología se ve enfrentada, no su análisis o interpretación.

19. Glen Slater, “Cyborgian Drift: Resistance is not Futile”, en: Spring 75, Psyche & Nature Part 1, otoño de 2006, pp. 171-195, aquí p. 190.

20. Que la resistencia es siempre posible está fuera de toda duda, especialmente para los analistas. ¿Qué es la neurosis sino la resistencia de una persona en contra de su verdad? Pero hay buenas razones para dudar de que sea algo significativo, razonable y no en vano. Jung por lo menos sintió que “Protestar es ridículo. ¡Sería protestar contra una avalancha! Es mejor tener cuidado”. CW 10 § 1020.

21. “El adormecimiento es la ausencia de una respuesta con sentimiento ante el sufrimiento, un trauma o una insatisfacción general”. Su palabra “sentimiento” es totalmente distinta de la que he hablado en este artículo bajo el mismo nombre. Hay que ser conscientes de este equívoco de dos cosas fundamentalmente distintas. Él se refiere a lo que siente el ego (o debería sentir): los sentimientos humanos, el “sufrimiento honesto”, respuestas afectivas a lo que le provoca a uno “incomodidad y disonancia cognitiva”, simpatía y compasión. ¡Él fraterniza con nuestra incomodidad, nuestro dolor! Ellos atrapan su “sentimiento”, y esto pone de manifiesto cuán limitado y encerrado está su término “sentimiento” dentro de los precintos de lo humano-demasiado-humano. Humanamente está bien, por supuesto, mostrar simpatía por nuestro dolor y descontento humano. Sólo que es algo que no tiene nada que ver en absoluto con hacer psicología.

22. Como señalé antes, es el sentimiento lo que hace posible la conexión con el alma en lo real, incluso cuando lo real evoca un miedo o aversión en nosotros.

23. En ningún caso el alma proporciona un espacio para “albergar a nuestros aparatos”. Es un error categórico. El alma y los aparatos se encuentran en niveles fundamentalmente distintos.

24. Como esta frase suya revela, Slater parece mantener (o estar cautivado por) la visión ingenua centrada en el ego, “humanística”, de que la tecnología existe para nuestro beneficio, para el bien del hombre. No ha entendido que, por así decirlo, “el hombre fue creado para el Sabbath, y no el Sabbath para el hombre”. El alma no existe para nuestro bienestar o confort, ni para la satisfacción de nuestros deseos. Existe en interés propio y produce lo que produce (aquí: la tecnología) para realizarse a sí misma. El alma es alma precisamente porque (y podría añadirse: en la medida en que) no tiene una “preocupación humana”. Es lo que empieza fuera de “los límites de la preocupación humana” y, a menudo, viola directamente los intereses y los sentimientos humanos.

25. Es fascinante ver con qué facilidad un humanismo egoico puede de forma disimulada reaparecer en, y prosperar bajo el manto de la psicología arquetipal, una psicología que, después de todo, empezó hace mucho tiempo de forma expresa bajo el lema de “Deshumanizar o Hacer-Alma”.

26. Estas divisiones podrían, pero no deberían, confundirse con aquellas distinciones mencionadas más arriba entre fenómenos empíricos que son “grandes” y otros que son “más pequeños”. En ambos casos es una cuestión de separar el grano de la paja. Ambas hacen la separación en el nivel semántico. Pero mientras que las distinciones del tipo bueno-malo son horizontales, tienen al ego como juez y pertenecen por completo al nivel semántico o empírico, el criterio para la otra distinción es la presencia o la ausencia de verticalidad. Esta diferenciación se basa en el sentimiento como juez, el cual señala fuera del ego. Aquellos fenómenos que se dice que son “grandes” tienen la diferencia vertical entre la superficie y la profundidad de alma dentro de sí mismos, mientras que lo que es “más pequeño” es comparativamente plano, sólo semántico. “Lo grande”, también, aparece en el nivel fenoménico como un contenido semántico, igual que todos los demás contenidos semánticos, razón por la cual sin “sentimiento” se puede confundir como siendo meramente uno de ellos. Pero sobresale por encima del rango de éstos porque no significa un contenido semántico que parece representar. A decir verdad, como contenido semántico expresa, sin embargo, precisamente la forma lógica del todo, la sintaxis del estar-en-el-mundo del hombre o de la conciencia. El huésped de cuyo golpe en la puerta Jung se percató es de este modo no sólo una nueva persona o un nuevo fenómeno empírico que quiera entrar. Es el anunciamiento de una nueva definición del todo, un nuevo estadio lógico de la conciencia.

27. El tradicional privilegio de los sueños como la via regia al alma se basa también en una “separación artificial” en el nivel horizontal y semántico de la positividad: “este fenómeno (el sueño) es, de forma particular, expresión del alma; todos aquellos otros fenómenos no lo son, o no en el mismo grado”. De este modo, la idea de un acceso especial o puente al alma se literaliza y se positiviza: no se necesita mucha sofisticación psicológica para saber lo que es un sueño; un niño pequeño sin educación y hasta la persona más desalmada ya son competentes para poder explicarlo y ambos pueden incluso tener sueños. Pero en psicología no hay ningún puente al alma como un hecho que exista externamente, como un instrumento dado por la naturaleza (y menos aún que nos sea dado mientras dormimos) que uno meramente tenga que utilizar. Más bien, aquello que llamamos puente en psicología sólo llega a existir por primera vez mediante y en la propia acción de cruzarlo, mediante y en el propio hacer-alma, y “existe” sólo durante el tiempo que dura este movimiento de cruzar al otro lado. Es, como ya señalé, el acto de sentir como un “juicio de gusto”. Este acto es necesario si se supone que un sueño ha de convertirse en un posible tema para la psicología (en una “materia prima”) en primer lugar, cosa que el sueño, en tanto que un hecho natural y meramente psíquico, no es de ningún modo por sí mismo. Por supuesto, la idea positivista del “sueño como via regia” se remonta a los primeros tiempos del psicoanálisis, cuando de ningún modo se trataba todavía de llegar al alma, sino de llegar a “lo inconsciente”. Como ahora estamos mejor capacitados para mirar en retrospectiva, podemos decir que la distinción entre “lo inconsciente” y la conciencia fue/es en sí misma lógicamente del todo positivista (¡a pesar de su carácter factualmente ficticio!).