16.5.12

Ontología de la vida

Por Manuel García Morente, 1937.
Fragmento tomado de las Lecciones Preliminares de Filosofía, Ed. Losada.


La totalidad de la existencia

Al terminar esta excursión que hemos emprendido por el campo de la ontología, llegamos al momento en que, después de haber estudiado la estructura óntica de los objetos reales, ideales y la de los valores, nos encontrábamos frente a un cuarto y último problema ontológico; el de la raíz misma en donde todos esos objetos asientan su existencia, su entidad; nos encontrábamos con la vida misma, y en la cual "hay" esas cosas reales, esos objetos ideales y esos valores.

Ya podemos prever que los problemas ontológicos que ha de planteamos la vida, como objeto metafísico, han de ser problemas de muy distinto cariz que los que nos plantean esas esferas de la ontología que anteriormente hemos recorrido.

En vuestra vida "hay" cosas reales, objetos ideales y valores. Cada una de esas esferas ontológicas tiene su propia estructura; y podemos preguntarnos: ¿qué significa eso que yo expreso con la palabra "hay"?, ¿qué significa ese "haber" cosas reales, objetos ideales, valores? Ese haber no significa otra cosa que la totalidad de la existencia. Haber algo es existir algo en una u otra forma y la totalidad de la existencia, la existencia entera es lo que hay. Existencia ¿de qué?, preguntarán ustedes. Pues la existencia de las cosas reales, de los objetos ideales, de los valores y de mí mismo. Todo ese conjunto de lo que hay es, gramaticalmente dicho, el complemento determinativo de existencia; la existencia es existencia de todo eso.

La existencia, pues, en su totalidad, comprende lo óntico y lo ontológico, porque me comprende a mí también. Comprende el yo, capaz de pensar las cosas, y las cosas, que el yo puede pensar. Esa existencia entera, total, podemos denominarla muy bien "vida", mi vida; porque yo no puedo, en modo alguno, soñar siquiera con que algo exista, si no existe de un modo o de otro en mi vida: directamente, con una existencia especial, que es la existencia de presencia, o indirectamente, por medio de una existencia de referencia. Pero todo cuanto existe—y yo con ello—constituye mi vida. Mi vida no transcurre en otra cosa, sino que todas las cosas transcurren en mi vida. Un concepto puramente biológico y, por decirlo así, material, de la vida, podría hacer creer que la vida es lo que llevamos cada uno de nosotros dentro, y que la vida "está en" el mundo. Esto es lo que hemos encontrado anteriormente bajo el nombre de realismo metafísico. Pero ese concepto de la vida tendría entonces que ser refutado victoriosamente en la filosofía por el idealismo metafísico; el cual nos haría ver que toda cosa, en cuanto que es objeto, es objeto para un sujeto y que, por consiguiente, mi vida, como vida de un sujeto, no puede estar "en" ningún objeto. Pero entonces podrían hacerse al idealismo metafísico las mismas o más graves objeciones todavía y así la superación del eterno encuentro y choque entre la solución realista y la solución idealista del problema metafísico está en que ambas realidades (la realidad del yo y la realidad de las cosas) no son más que aspectos, cada uno de ellos parcial, de una realidad, de una entidad más profunda, que las comprende a ambas, y que es la existencia total, o sea la vida, mi vida.

Esta existencia de mi vida es lo que el filósofo alemán contemporáneo Heidegger llama "la existencia del ente humano". Ella misma es ente, o sea que ella misma—la existencia—es entitativamente. El ente humano, como existente, comprende por consiguiente, no sólo estrictamente hablando la subjetividad, sino también la objetividad. De esta forma recibe un pleno sentido la fórmula que de continuo emplea el filósofo que he citado para definir lo que esencialmente constituye ese ente de la existencia humana y es‚ "el estar yo con las cosas en el mundo".

La contraposición, pues, de las cosas y el yo, pertenece exactamente a las viejas posiciones del problema metafísico en el realismo o en el idealismo. El estar yo con las cosas en el mundo, el mundo y yo juntamente formando la existencia real de la vida humana, esto es lo que constituye ese elemento más profundo que sirve de base y de raíz, tanto a la solución realista como a la solución idealista.

La vida: ente independiente

Así, pues, este cuarto objeto metafísico que podemos indistintamente llamar la vida o la "existencia" va a constituir ahora el término de nuestras reflexiones de esta lección. Y advierten ustedes en seguida que este objeto—la vida—ocupa en la ontología un plano más profundo que cualquiera de las tres esferas objetivas que hemos diseñado anteriormente. Ocupa un plano ontológico más profundo por esta simple reflexión: que cualquiera de esas tres esferas ontológicas—las cosas reales, los objetos ideales, los valores—"están en" la vida; pero ella, la vida, no está en ninguna parte. Por consiguiente, ontológicamente hay una diferencia esencial entre el ente de las cosas reales, el ente de los objetos ideales, el ente de los valores y el ente vida; y es que esos tres primeros entes son entes "en" la vida, mientras que la vida no es "en", no está "en". Caracterízanse, pues, aquellos tres primeros entes por ser entes que están "en", mientras que la vida es un ente que no está "en".

Ahora podríamos expresar esto de una manera mucho más sencilla y clara, diciendo que aquellos tres primeros entes no son independientes; mientras que la vida es un ente independiente. Y ¿qué significa ser independiente? Significa no depender de ninguna otra cosa; y este no depender de ninguna otra cosa es lo que siempre en la filosofía se ha denominado absoluto, auténtico. Y entonces diremos que el único ente absoluto y auténtico es la vida, o lo que llama Heidegger la existencia.

Ahora les puedo dar a ustedes de golpe la respuesta que la filosofía contemporánea insinúa para el problema metafísico planteado por nosotros al principio de estas lecciones; y además van ustedes a comprender inmediatamente con claridad esa respuesta. El problema metafísico era: ¿quién existe?, ¿qué es lo que existe? Pues ahora la respuesta es muy sencilla: existe la vida; como que la vida es la existencia, la única existencia absoluta y auténtica, puesto que los otros tres tipos de entes, que llamamos cosas reales, objetos ideales y valores, están "en" la vida. Por lo tanto dependen de la vida en cierto modo; están en cierto modo subordinados a la vida.

Necesidad de una nueva lógica

A este objeto metafísico—la vida—tiene que llegar la filosofía forzosamente, necesariamente, so pena de no ser filosofía, so pena de cercenar su problema y reducirlo a un tipo de ente, a los entes físicos, a los entes ideales, a los valores, y prescindir de ese otro ente absoluto y auténtico, que es la vida y sobre el cual derivativamente descansan los entes particulares y derivados. De modo que la filosofía tiene que ir a parar inevitablemente, por uno u otro rodeo, a una metafísica de la existencia, a una metafísica de la vida. Pero resulta que para llegar a esa metafísica de la existencia o metafísica de la vida, necesitamos una nueva lógica; porque los conceptos de que tradicionalmente viene haciendo uso la filosofía para definir el ente, son conceptos que se derivan, que se extraen de la contemplación de los entes inauténticos, de los entes derivados, de esos entes que están "en" el otro ente absoluto, en la existencia, que es la vida. Por consiguiente los conceptos lógicos formados por impregnación de esos entes inauténticos y derivados, ¿cómo van a valer para captar y apresar la peculiaridad ontológica de este ente absoluto, primario y auténtico? Y las poquísimas cabezas filosóficas del presente que, desde hace algunos años vienen pugnando por una metafísica que unos llaman existencial y otros de la vida (pero que es la misma, porque lo que los unos llaman existencia es exactamente lo mismo que lo que los otros llaman vida) las pocas cabezas que andan detrás de esa metafísica no tienen más remedio que sentirse cohibidas y exigir, pedir, demandar con ansia y con esfuerzo una lógica vital o existencial, una razón vital o existencial.

Ya desde el año 1914, mi fraternal amigo don José Ortega y Gasset, en sus Meditaciones del Quijote, pedía esa lógica vital, esa razón vital capaz de apresar el nuevo objeto, que la superación del idealismo y del realismo propone a la metafísica. No se trata aquí, por mi parte, de discutir una cuestión de prioridad o de no prioridad; pero es conveniente hacer notar y subrayar que la idea de una metafísica de la vida, o sea de una metafísica existencial, y la idea de una razón vital capaz de forjar los conceptos aptos para apresar las peculiaridades ontológicas de la vida o de la existencia, es una idea que ya en el año 1914, sus buenos diez años antes de la publicación del libro de Heidegger; había sido expresada de una manera clara y terminante por Ortega y Gasset en las Meditaciones del Quijote.

Estructura óntica de la vida

Vamos a intentar bosquejar hoy los problemas principales de una ontología fundamental de la vida, o sea de la existencia del ente auténtico y absoluto. La vida es el ente auténtico y absoluto, y vamos a intentar lo mismo que habíamos intentado en las lecciones anteriores. En ellas hemos descripto la estructura óntica de esos objetos que son las cosas reales, los objetos ideales y los valores. Ahora vamos a describir en lo posible la estructura óntica de la vida. Y como preliminar a esa descripción, tenemos que adelantar las observaciones siguientes.

El ente auténtico y absoluto, que es la vida o la existencia, tiene, como han visto ustedes, una primacía sobre los demás entes: la primacía de ser auténtico y absoluto, mientras que los otros son entes "en" él, pero él no es ente en ninguna parte: es ente en sí mismo. Pues esa primacía que tiene la vida sobre los demás entes particulares se documenta en tres características de la vida, que son esenciales en su estructura ontológica: la primera es que ella es determinante; que ella es la raíz de todo ente y que por consiguiente no puede ser ella a su vez determinada, ni puede ser ella a su vez definida por definiciones extraídas de un ente particular. Este primer carácter le da primacía sobre cualquier otro ente. En segundo lugar, la vida contiene en sí misma la seguridad de la existencia, mientras que un ente cualquiera particular, que existe, no tiene en sí mismo la seguridad de que existe. Sólo la vida en la cual yo estoy, sabe por mí que existe; sólo la vida tiene seguridad de existir, y esa seguridad de existir hace que su existencia sea la existencia fundamental y primaria, mientras que las otras son siempre existencias secundarias y derivadas. Y por último, la vida es el único ente que se interesa por mí y por cualquier ente derivado, mientras que los entes particulares no sienten interés ninguno por sí mismos. Una piedra es un ente, pero no sabe que lo es, ni se interesa por serlo; mientras que la vida es un ente y sabe que lo es; es capaz de reflexividad y además se interesa por ser ente. O dicho de otro modo: la vida quiere vivir; la vida quiere ser vida; no quiere ser muerte: quiere ser vida. Ese interés del ente vital por su existencia, por su entidad vital, es característico de la vida como recipiente universal de los demás entes, que están en ella, los cuales, carecen de ese signo sustantivo que la vida tiene y que es el interés por sí misma.

De modo que la vida es un ente que no sólo "es", sino que además refleja su propio ser, es el espejo de sí misma.

La gran dificultad con que tropezamos, y a la cual aludía hace un momento, para describir adecuadamente estas sinuosidades en las estructuras íntimas de la vida—de la existencia en otra palabra—provienen de lo siguiente: que, como era históricamente necesario, la filosofía arranca de la intuición de un ente concreto y particular, de uno de esos entes que están "en" y que por consiguiente no son el ente absoluto y auténtico. La filosofía arranca con Parménides de la intuición de un ente particular y derivado; forja entonces sus conceptos lógicos, plegándose a la estructura de ese ente particular, y entonces estos conceptos del ente particular son conceptos de entes quietos, definitivos; de entes que "son ya" todo lo que tienen que ser; de entes en cuya entraña no existe el tiempo; de entes absolutamente estáticos, quietos, de lo que llamaríamos "entes-cosas".

Dos características tiene todo ente-cosa: el "ser ya", o sea el ser sin tiempo, y la identidad. Y así, todos los conceptos lógicos, que desde Parménides maneja la ontología para reproducir o intentar reproducir la estructura de la realidad, son conceptos lógicos que contienen en su propio seno esas dos características: el "ya" definitivo, que excluye toda posibilidad de futuro, y la identidad que excluye toda posibilidad de variación.

Ahora bien: si nosotros, con esos conceptos que desde Parménides hasta hoy dominan en la lógica, queremos apresar el ente absoluto de la existencia humana—la vida—nos encontramos con que esos conceptos no sirven, porque la vida es, no identidad, sino constante variabilidad, y porque la vida es justo lo contrario del "ya"; no es describible por medio del adverbio "ya", sino que es el nombre de lo que todavía no es. Por consiguiente, la estructura ontológica de la vida nos muestra un tipo ontológico para el cual no tenemos concepto. Y lo primero que tiene que hacer, o por lo menos lo que paralelamente a la metafísica de la existencia humana tiene que hacer una lógica existencial, es forjar esos nuevos conceptos.

Ya Heidegger, e independientemente de él también Ortega, se quejan continuamente de que la metafísica del realismo y del idealismo, las dos, dominadas en el fondo por esa idea parmenídica del ser, reducen la vida al esquema quieto, definitivo, de sujeto u objeto. Pero la vida no es eso: ni sujeto ni objeto. La vida es sujeto y también objeto, y también es y no es; y hay en la vida una cantidad de variantes y de diversidades tan grande, que ningún concepto estático, quieto, ningún concepto ahistórico, antihistórico, será capaz de reproducirla. Por eso hacen falta conceptos flexibles, conceptos históricos, conceptos que permitan la variabilidad, la no identidad. Y existen esos conceptos en nuestra mente. Lo que pasa es que los lógicos no se han fijado nunca en ellos. Existen conceptos ocasionales, que lo que designan no es nada idéntico ni siempre igual a sí mismo, nada quieto y definitivo, sino que designan, lo que quiera que "haya" en la ocasión y el momento. Decimos: "algo", la palabra "algo", el pronombre indefinido "algo"; decimos también "ahora", el adverbio "ahora". Pues bien, el contenido real de esos conceptos puede ser variadísimo. "Ahora" es distinto en 1937 que en 1837; sin embargo con un mismo concepto designamos todas esas variaciones. He aquí pues un fondo de conceptos ocasionales, cuyo estudio en la lógica podría ser de gran fecundidad para estas necesidades nuevas en la metafísica existencial.

Estos conceptos ocasionales no solamente no fijan el ser como a una mariposa en la colección del entomólogo; no fijan lo quieto en un ser "ya" y en un ser idéntico, sino por el contrario, nos invitan a pensar debajo de ellos cada vez un ser distinto, un ser cambiante. Por eso la descripción que vamos a hacer de la realidad ontológica vital va a ser difícil y alguna vez deberá tener aspectos más bien literarios o sugestivos; porque la verdad es que carecemos de los conceptos puros y apropiados para ello. Así van ustedes a ver que esta descripción de ese ente absoluto y auténtico, que es la vida, se caracteriza esencialmente por estar cuajada de arriba a abajo de contradicciones. La contradicción es el signo característico de la falta de lógica parmenídica. Y no tenemos más remedio que definir la vida por medio de una serie de contradicciones.

Caracteres de la vida

El primer carácter que le encontramos a la vida es el de la ocupación. Vivir es ocuparse; vivir es hacer; vivir es practicar. La vida es una ocupación con las cosas; es decir, un manejo de las cosas; un quitar y poner cosas; un andar entre cosas; un hacer con las cosas esto y lo otro. Y entonces encontramos esta primera contradicción: que esos objetos reales—las cosas—son lo que son no en sí mismos sino en cuanto nosotros nos ocupamos con ellos. El ocuparnos con las cosas es lo que les confiere el carácter de cosas; porque llamamos precisamente cosas al término inmediato de nuestra acción. He aquí pues una primera sorprendente unión de términos heterogéneos. Resulta que el ocuparse con las cosas es lo que convierte eso que "hay" en cosas.

Pero no estamos al cabo de las contradicciones. Si nos fijamos un instante en lo que es la ocupación con cosas, encontraremos esta otra sorpresa; que la ocupación con cosas no es propiamente ocupación, sino preocupación. Ocuparse, hacer algo, sigue inmediatamente al preocuparse, al ocuparse previamente con el futuro. Y es extraordinario que la vida comience por preocuparse para ocuparse; que la vida comience siendo una preocupación del futuro, que no existe, para luego acabar siendo una ocupación en el presente que existe. Esa preocupación, esa orientación hacia el futuro nos pone de manifiesto una nueva contradicción en la vida. La ocupación en que la vida consiste se deriva de una preocupación. Otra contradicción que tenemos.

Pero las consecuencias de estas contradicciones fundamentales son también muy interesantes; porque si la vida es ocupación preocupativa, ocupación de una vida que está preocupada, entonces diremos que por esencia la vida es no-indiferencia. La vida no es indiferente; a la vida no le es indiferente ser o no ser; no le es indiferente ser esto o aquello. Las cosas reales, los objetos ideales—que son entes, pero no el ente absoluto y auténtico, que es la vida, sino entes secundarios, que están en la vida—son indiferentes. A la piedra no le importa ser o no ser; al triángulo rectángulo no le importa ser o no ser. Y son indiferentes no sólo en cuanto a su existencia o esencia. No sólo no les importa ser, sino que no les importa ser esto o lo otro. Pero la vida es justamente lo contrario; la vida es la no-indiferencia. O dicho de otro modo, el interés. A la vida le interesa: primero, ser y segundo ser esto o ser lo otro; le interesa existir y consistir. Dicho de otro modo quizá más claro. Piense cada uno en sí mismo. Vivir uno no es solamente existir (que ya le interesa a uno mucho); además, vivir es vivir de cierta manera. Y hay veces en la historia en que el interés por esa cierta manera de vivir es tan grande, que encontramos episodios históricos de pueblos, hombres, colectividades o individuos, que prefieren morir a vivir de otra manera que como quieren vivir. El poeta latino Juvenal lo expresaba diciendo a los patricios degenerados de su época que sacrificaban al amor de vivir las causas que hacen digno el vivir: "Et propter vitam, vivendi perdere causas".

Por consiguiente, estamos aquí ante una nueva y fundamental contradicción: la contradicción entre el ser de la vida que es y el interés por ser. ¿Cómo puede tener interés por ser lo que ya es? Sin embargo, la vida es de tal índole y naturaleza que aun siendo o existiendo, siendo ella la existencia total, tiene sin embargo interés por existir, y por existir de tal o cual modo.

No estamos todavía al cabo de las contradicciones. Hay otras. La vida nos presenta esta otra contradicción: que la vida nos es y no nos es dada. Nadie se da la vida a sí mismo. Nosotros nos encontramos en la vida; nuestro yo se encuentra en la vida. Cuando reflexionamos y nos decimos: yo vivo, no sabemos cómo vivimos, ni por qué ni quién nos ha dado la vida. Lo único que sabemos es que vivimos. Por consiguiente, en cierto respecto, la vida nos es dada. Pero esa misma vida que nos es dada la tenemos que hacer nosotros. Algo tenemos que hacer para vivir. Se nos ha dado la vida, pero tenemos para seguir viviendo que hacer algo; tenemos que ocupamos en algo; tenemos que desarrollar actividades para vivir. La vida que nos ha sido dada está sin embargo por hacer. La vida nos plantea de continuo problemas vitales para vivir, que hay que resolver. La vida hay que hacerla, y en castellano tenemos una palabra para designar eso: la vida es un "quehacer". Y aquí nos encontramos con una nueva contradicción: que la vida nos es dada y que sin embargo de sernos dada no nos es dada, puesto que tenemos que hacérnosla, y hacérnosla es precisamente vivir.

Y llegamos a otra contradicción más todavía: en el magnífico y formidable problema que la filosofía, desde siglos, viene estudiando bajo el nombre de libertad y determinismo, son la libertad y el determinismo dos términos contrapuestos. O la voluntad es libre y puede hacer lo que quiera; o la voluntad está determinada por leyes y entonces lo que la voluntad resuelve hacer es ya un efecto de causas, y por lo tanto está íntegramente determinada, como la marcha de la bola de billar por la mesa está determinada mecánicamente por la cantidad de movimientos recibidos del taco y por el efecto y dirección que se le ha dado. Pues bien: si nosotros nos planteamos el problema de libertad o determinismo, en el caso de la vida, diremos que la vida, nosotros en nuestra vida somos libres; podemos hacer o no hacer; podemos hacer esto o lo otro; la vida puede hacer esto o lo otro. Pero tiene que hacer algo forzosamente para ser, tenemos que hacer; para vivir, tenemos que hacer nuestra vida. Es decir, para vivir libres, para vivir libremente, para ser libres viviendo, tenemos necesariamente que hacernos esa libertad, puesto que la vida es un quehacer. Es decir, que la libertad, en el seno de la vida, coexiste hermanada con la necesidad; es libertad necesaria. Otra contradicción más.

¿Cómo vamos a resolver estas contradicciones? No las podemos resolver; y no las podemos resolver porque son contradicciones cuando aplicamos a la realidad existencial, a la existencia total, a la vida, los conceptos estáticos y quietos que derivamos de las cosas secundarias en la lógica de Parménides. Tenemos que tomar, pues, estas contradicciones como expresión del carácter óntico mismo de este objeto metafísico que es la vida. Esas que parecen contradicciones, parecen contradicciones a un intelecto cuya idea del ser está tomada del ser de esta lámpara. Pero un intelecto cuya idea del ser fuese extraída del ser de la vida, tendría conceptos capaces de hacer convivir sin contradicción lo que en nuestras torpes expresiones de lógica aristotélica llamamos contradicciones en la vida.

Vida y tiempo

Y llegamos con esto quizá a lo más importante: que la estructura ontológica de la vida contiene como su nervio fundamental, su raíz, algo que es precisamente lo más opuesto, polarmente opuesto, al tipo del ser estático y quieto de Parménides. La vida en su raíz contiene el tiempo. La existencia, el ser de la existencia humana—hablando en términos de Heidegger—o lo que equivale a lo mismo: la estructura ontológica de la vida, es el tiempo. Pero vamos poco a poco. Tiempo es una palabra que significa muchas cosas. Debemos distinguir dos clases de tiempo: el tiempo que hay "en" la vida y el tiempo que la vida "es". En la vida está el tiempo de la física, el tiempo de la astronomía, el tiempo de la teoría de la relatividad. Ese es un tiempo que está en la vida, lo mismo que los objetos reales, los objetos ideales y los valores están en la vida. Y lo mismo que estos objetos, son entes secundarios y derivados, entes inauténticos y relativos (siendo la vida que los contiene a todos el único ente absoluto y auténtico) del mismo modo el tiempo que está "en" la vida es un tiempo inauténtico y relativo; es el tiempo de las ciencias físicas, de las ciencias astronómicas. En ese tiempo, el pasado da de sí al presente, y dando de sí el pasado al presente va creándose el futuro. El futuro, en ese tiempo, es el resultado del pasado y del presente; es la conclusión del proceso comenzado. Pero ese tiempo que está en la vida es tiempo pensado, excogitado para abrazar en él al ser inauténtico y derivado, el ser de los entes particulares; ese tiempo no es el tiempo que constituye la vida misma. Por eso les proponía a ustedes que distinguiésemos entre el tiempo que está "en" la vida y el tiempo que la vida "es". Y he aquí lo curioso y lo extraño; que el tiempo que la vida es, consiste exactamente en la inversión del tiempo que en la vida está. Si ustedes invierten el tiempo de la astronomía tienen el tiempo que constituye la osatura de la vida.

Si ustedes imaginan o piensan un tiempo que comience por el futuro y para quien el presente sea la realización del futuro, es decir, para quien el presente sea un futuro que viene a ser, o como dice algo abstrusamente Heidegger, un "futuro sido", ése es el tiempo de la vida. Porque la vida tiene esto de particular: que cuando ha sido, ya no es la vida; que cuando la vida ha pasado y está en el pretérito, se convierte en materia solidificada, en materia material o materia sociológica, en ideas ya hechas, anquilosadas, en concepciones pretéritas que tienen la presencia e inalterabilidad, el carácter del ser parmenídico, el carácter del ser eleático, de lo que "ya" es y de lo que es idéntico, del ser o ente secundario y derivado.

Pero la vida no es eso. La vida, tan pronto como ha sido, deja de ser. La vida es propiamente esa anticipación, ese afán de querer ser; esa anticipación del futuro, esa preocupación que hace que el futuro sea, él, el germen del presente. No como en el tiempo astronómico, donde el presente es el resultado del pasado. El pasado es el germen del presente en el tiempo astronómico, que está "en" la vida; pero el tiempo vital, el tiempo existencial en que la vida consiste, es un tiempo en donde lo que va a ser está antes de lo que es; lo que va a ser trae lo que es. El presente es un "sido" del futuro; es un futuro sido. Realmente no se puede expresar mejor que lo hace Heidegger en estas palabras; sólo que necesitaban alguna explicación.

El futuro sido que es el presente, nos hace ver la vida como tiempo, esencialmente como tiempo; y como tiempo en el cual la vida, al ir siendo, va consistiendo en anticipar su ser de un modo deficiente, para llegar a serlo de un modo eficiente. La vida, pues, es una carrera; la vida es algo que corre en busca de sí misma; la vida camina en busca de la vida y el rastro que deja tras de sí después de haber caminado, es ya materia inerte, excremento.

Así, pues, el tiempo es el que constituye esa esencia. ¿Qué es el ser parmenídico? El ser sin tiempo. ¿Qué es el ser existencial de la vida? Es el ser con tiempo, en donde el tiempo no está alrededor y como bañando a la cosa, cual sucede en la astronomía. En la astronomía el tiempo está ahí, alrededor de la cosa; pero la cosa es lo que es, independientemente del tiempo que junto a ella transcurre. En cambio aquí, en la vida, el tiempo está dentro de la cosa misma; el ser mismo de la cosa consiste en ser temporal, es decir, en anticiparse, en querer ser, en poder ser, en haber de ser. Y entonces, cuando este poder ser y haber de ser, es; cuando el futuro se convierte en futuro sido, en ese instante lo que "ya" es es excremento de la vida y la vida sigue su curso en busca de sí misma, a lo largo de ese infinito futuro infinitamente fecundo.

La angustia

Pero en esta carrera de la vida, cuando la vida corre en pos de sí misma; en esta ocupación que es preocupación; en este presente que es un futuro que ha llegado a ser, en todo esto se manifiesta la vida esencialmente como no-indiferencia; y la no-indiferencia se manifiesta en la angustia. La angustia es el carácter típico y propio de la vida. La vida es angustiosa. Y ¿por qué es angustiosa la vida? La angustia de la vida tiene dos caras. Por un lado, es necesidad de vivir; la angustia de la vida es afán de vivir; es no-indiferencia al ser, que antes describía yo en sus dos aspectos de existir y de existir de éste o de aquel modo; en sus dos aspectos existencial y esencial. De modo que, por un lado, la angustia es afán de ser, ansiedad por ser, por seguir siendo, por que el futuro sea presente; pero por otro lado, esa ansiedad de ser lleva dentro el temor de no ser; el temor de dejar de ser, el temor de la nada. Por eso la vida es, por un lado, ansiedad de ser, y por otro lado temor de la nada. Esa es la angustia.

La angustia contiene en su unidad emocional, sentimental, esas dos notas ontológicas características: por un lado la afirmación de la ansiedad de ser, y por otro lado la radical temerosidad ante la nada. La nada sobrecoge al hombre; y entonces la angustia de poder no ser es la que lo atenaza y sobre ella se levanta la preocupación, y sobre la preocupación la acción para ser, para seguir siendo, para existir.

La nada

En el fondo de la existencia, de la vida, encontramos pues, como raíz de ella, la nada, la sensación, el sentimiento de la nada. Y he aquí la última y suprema contradicción, que hay en ese objeto que es la vida o la existencia total: la contradicción de que en ella coexisten el ser y el no ser; la existencia y la nada. Y no coexisten, como pudieran ustedes figurarse, en el sentido negativo de que la nada consista en el aniquilamiento del ser, no. En la angustia la nada se nos aparece no como resultado de una operación que el ser hace aniquilándose a sí mismo; sino por el contrario, la nada se nos aparece como algo primario, que no se deriva de un acto de privación de ser. La nada es en la angustia algo primordial, tan primordial como el ser mismo. En la nada, en la angustia por la nada, tenemos un elemento estructural óntico de la existencia misma, porque no siendo la nada un derivado por negación del ser, sino algo absolutamente primario, lo que sucede es justo exactamente lo contrario: que el ser se deriva de la nada. El ser es lo que se deriva de la nada por negación. La nada es el origen del no y de la negación; y el no y la negación, aplicados por la vida a la nada, traen consigo el ser.

Para expresarse en términos concretos y quizá más accesibles: si el hombre cuando vive y para vivir tiene que manejar las cosas, tiene que comer los frutos, protegerse de la lluvia y, en fin, hacer una porción de cosas; si el hombre, cuando se ocupa y preocupa de las cosas, no tuviese el arranque de afirmar que esas cosas no son la nada, sino algo, el hombre no podría vivir. Justamente el vivir y ocuparse el hombre con las cosas arranca de que él a sí mismo en el fondo de su alma se dice: algo es esto, ¿qué es esto? y se pone en busca del ser. Cuando tropieza con alguna dificultad, cuando encuentra los límites de su acción, cuando ve que su acción no puede llegar a un término completo, sino que hay obstáculos para ella, entonces el hombre siente la angustia y ve ante sí el espectro de la nada; y reacciona contra esa angustia y contra ese espectro de la nada, suponiendo que las cosas son y buscándoles el ser por los medios científicos que tenga a su mano: con el pensamiento, con los aparatos en el laboratorio, etc.

Pero ese ser (el ser de las cosas reales, de los objetos ideales, el ser de los valores) todo ese ser que está "en" mi vida, está en mi vida como negación de la nada; surge en mi vida porque la vida no quiere la nada; porque la vida quiere ser, y querer ser es querer no ser la nada.

Llegamos aquí a una transformación profunda en el sentido que puede darse a un adagio metafísico cristiano, que es aquel de que: "ex nihilo omne ens qua ens fit" (de la nada es de donde nace todo ente en cuanto ente). El ser no sería plenamente existencia, si no estuviese por decirlo así flotando sobre el inmenso abismo de la nada. Porque justamente para salvarse del abismo de la nada, para afirmarse como ser para seguir siendo, para existir como ente, es por lo que el hombre hace todas esas cosas de pensar el ser de las cosas, de discurrir la ciencia, la alimentación, el vestido, la civilización, todo eso.

Debería quizá todavía alargar un poco más este punto; pero veo que la hora avanza inexorablemente, como la vida, y no puedo seguir más adelante. Me parece, sin embargo, que les he dado a ustedes un atisbo de uno de los problemas más importantes que la ontología de la vida plantea. El más importante de todos es el de buscar y encontrar, no sólo una terminología adecuada—que se busca por todas partes—sino también y sobre todo conceptos lógicos, adecuados para apresar esa realidad viviente, esa realidad vital que está, para un pensamiento lógico, cuajada de contradicciones, las cuales en realidad son contradicciones que desaparecerían si tuviéramos instrumentos finos, suficientemente delicados para poder manejar esos conceptos aparentemente contradictorios dentro de una lógica dinámica del cambiar y del "no ser ya", justamente con el ser. Esa es la primera incumbencia, a la cual hay que acudir cuanto antes. Debemos gran gratitud a pensadores como Ortega Gasset y como Heidegger, que han descubierto el objeto metafísico sobre el cual se basa el afán metafísico de la filosofía actual.

El problema de la muerte

Para terminar, les advertiré a ustedes dos problemas que ahora van empezando a surgir. No son dos problemas nuevos; son dos viejísimos problemas, pero que ahora, sobre esa infinita, profunda y variada multiplicidad que hay en la vida, adelantan su rostro unas veces ceñudo, otras veces risueño. Son dos viejos problemas: el uno es el problema de la muerte, el otro el problema de Dios. Ya los habrán seguramente atisbado ustedes por sí mismos. Desde que empezamos a hablar de la vida, como objeto metafísico, en el fondo de nosotros, seguramente de todos ustedes, habrá sonado un cascabelito: pero ¿y la muerte? Este es el gran problema de la metafísica existencial. ¿Cómo vamos a resolver el problema de la muerte? Yo no puedo, ni mucho menos, darles a ustedes una solución a ese problema de la muerte. Sólo podría quizá indicar alguna vaga consideración acerca del lugar topográfico, por donde habría que ir a buscar la solución de ese problema; y es la consideración siguiente: (ya la terminología que yo uso les empieza quizá a ser bastante familiar para entenderla bien) y es que la muerte "está en" la vida; es algo que le acontece a la vida. Por consiguiente la muerte y la vida no constituyen dos términos homogéneos, en un mismo plano ontológico, sino que la vida está en el plano ontológico más profundo, el absoluto, el plano del ente auténtico y absoluto, mientras que la muerte que es algo que acontece a la vida, "en" la vida, está en el plano derivado de los entes particulares, de las cosas reales, de los objetos ideales y de los valores. Quizá por este lado, por este camino, reflexionando sobre esto, pudieran encontrarse algunas consideraciones ontológicas interesantes sobre el problema de la muerte.

El problema de Dios

El otro problema es el problema de Dios. Hemos visto que la vida es una entidad ontológica primaria, o como yo digo, absoluta y auténtica. Hemos visto también que en ella, para la lógica parmenídica, hay un semillero de estructuras contradictorias. Pero esas estructuras contradictorias culminan en la contradicción entre el ser y la nada. Hemos visto que la vida, que es, que existe, mira de reojo hacia la nada. Esos dos pilares correlativos de la existencialidad total plantean empero la pregunta metafísica fundamental. En 1929, en la lección inaugural de su curso de filosofía en la Universidad de Friburgo (después de haber publicado varios años antes su gran libro Ser y tiempo) Heidegger, en ese discurso inaugural que lleva por titulo ¿Qué es Metafísica?, terminaba con esta pregunta, a saber: ¿por qué existe ente y no más bien nada? Cuatro años antes, en un trabajo periodístico—como muchos de él—publicado en Madrid, don José Ortega y Gasset usaba como título para ese trabajo esta frase: Dios a la vista, como cuando los navegantes, desde la proa del barco, anuncian tierra. "Dios a la vista". Pongan ustedes en relación esta frase de 1925 de don José Ortega y Gasset y esa frase final del discurso de Heidegger de 1929 sobre ¿Qué es Metafísica?, en donde se pregunta nada menos que esto: ¿por qué existe ente y no más bien nada? Si ponen ustedes en relación esas frases, verán cuán profundamente resurge en la metafísica actual la vieja pregunta de Dios. De modo que el viejo tema de la muerte, que ya está en Platón, y el viejo tema de Dios, que ya está en Aristóteles, resurgen de nuevo en la metafísica existencial de la vida; pero resurgen ahora con un cariz, un aspecto y unas condicionalidades completamente diferentes. Ahora entramos, por decirlo así, en la tercera navegación de la filosofía. La primera, que empezó con Parménides, terminó en la Edad Media con la plenitud magnífica de Santo Tomás de Aquino: es la metafísica del realismo la que se desenvuelve durante todo ese tiempo. La segunda navegación de la filosofía comienza en 1637 con la publicación del Discurso del Método, de Descartes. Toma vuelo la nave del idealismo y en tres siglos recorre y descubre los más magníficos continentes que la filosofía pudiera imaginar. Pero ahora ni el realismo ni el idealismo pueden dar una contestación satisfactoria a los problemas formidables, fundamentales, de la filosofía; porque nos hemos apercibido de que lo subrayado por el realismo y el idealismo son fragmentos de una sola entidad: aquél—el realismo—afirma el fragmento de las cosas que "están en" la vida; éste—el idealismo—el fragmento del yo, que también "está en" la vida. Pero ahora queremos una metafísica que se apoye, no en los fragmentos de un edificio, sino en la plenitud de su base: en la vida misma. Por eso digo que ahora comienza la tercera navegación de la filosofía. Nosotros probablemente quizá no la veamos cumplirse en estos años y sólo la contemplamos tomando rumbos y alejándose cada día más. Pero la proa de los barcos, como dice Ortega, camina hacia un continente en cuyo horizonte se dibuja el alto promontorio de la divinidad.